Mi personalidad paranoica me lleva a pensar que muchas veces vivo dentro de una guerra secreta. Creo que todos sabemos de eso, ahora más que hay internet, que detrás de cada contrato hay una pequeña lucha de poderes… dependiendo de los alcances de esos contratos, es la cantidad de gente que participa en las guerras secretas. Sin embargo, las más comunes son las que llevamos adentro, con las personas inmediatas a nosotros: nuestra familia, los amores, los compañeros del trabajo, la persona con la que cogemos, las personas de las que nos creemos dueños… y así, y asá.
A veces quiero pensar que no es de esa forma, que no estoy en guerra con nadie. Pero será porque mi madre me enseñó a jugar ajedrez desde muy pequeño que siento a veces el mundo gira en torno a eso, en anticipar los movimientos de las otras personas para ganar un mejor espacio. En leer como se mueven las otras personas para quitarme mi espacio. Y me gana otro sentimiento a su vez, uno muy infantil, dónde prefiero estar alejado del juego y aventar mi piedra al tablero, para romper cualquier guerra secreta que tenga el mundo contra mi.
Me acuerdo un poco de José Agustín, cada que pienso en eso, “ciudades desiertas del corazón”. No hay razón alguna para empalmar la novela de Ciudades Desiertas con mi pequeña paranoia… pero recuerdo la línea porque así me llego a sentir cuando pienso en esos hilos invisibles que mueven a la confrontación entre personas. Como el ajedrez, es un juego elegante, matemático e intuitivo. La primera persona en perder, es la primera que se equivoca en leer mal al otro, en hacer mal un movimiento. Como decirle a la muchacha que te gusta de la manera no indicada y que esta termine con otro. Y en su parte tragicómica, cada hombre es una ciudad desierta cuando se involucra en alguna guerra secreta. Se descubre solo moviendo las piezas, descubre que sus decisiones son las municiones que le quedan y tiene que luchar con todo, para obtener lo que quiere. Se encuentra solo… en el desierto.
Me sentiré muy solo el día que no estés, Bob.