El día siguiente, compartí palabras melosas con mi prometida y acabamos discutiendo acerca de cuantos cráteres tiene Marte… porque han de saber, que entre nosotros no hablamos mamadas que habla cualquier pareja, sino de los planetas, su circunferencia, la densidad, su campo gravitacional y la composición química de su atmósfera. Acabé muy encabronado, de verdad y no tiene caso escribir aquí toda la discusión, porque si no, me voy a encabronar más. Finalmente, decidí que la mejor manera de desquitar esa frustración, era molestar a Borneos. Salí gozoso de la sala de edición para buscarlo, y me di un largo paseo por los foros, las oficinas, etcétera. Cuando nadie me pudo dar razón, se me ocurrió revisar el reloj. Las cinco y quince. Le marqué a su celular, y me dí un tope contra la pared. El cabrón nunca tenía crédito o pila.

Y me acordé que se habían ido al café. Si no me equivocaba, el café no estaba muy lejos, a unas dos cuadras (de las grandotas). De ser un mal amigo, o un culero, habría tomado un taxi y directo para allá, a arruinarles la tarde, sentándome en su mesita para interrumpirles cualquier cosa. Pero como no era nada de eso, mejor me fui caminando y les diría que sólo fui por un cafecito y no tenía intención de quedarme con ellos. En aquella ocasión debí tomar el taxi. Las cosas hubieran sido diferentes. Tal vez, aquí tengo que tomar una pausa para explicar una cosita: soy un genio (según ciertos exámenes). Si una cosa le molesta a un genio, es que otro genio, le gane algo. Somos niños en ese aspecto. Nuestra educación en las relaciones interpersonales, es sacrificada por alcanzar un vasto conocimiento científico. Sabía, indudablemente, que Borneos era más inteligente que yo. Por unos veinte puntos, mínimo. No sólo eso. Era más interesante. Imagínate un cabrón que se toma la molestia de inventar la mamada del celular.

Bueno… pensándolo un poco, tal vez por fuerza de acordarme de la Matilda, me entraron unas ganas no sólo de verle las nalgas, sino de apretárselas.

Agarré la onda, y me encontraba en una situación que yo mismo había provocado dándole al Borneos y a la Matilda, la gran oportunidad de tener una relación sana, bonita, estable, muy chingona, con unas chispas de creatividad desbordantes. Envidiable. Pero, no es que yo les envidiara la relación, es que… se me antojó la Matilda. Me acordé de lo que me dijo: “Ayer te las daba a tí”. ¿Por qué no iba a cobrármelas? ¿Cuántos hombres habían despreciado unas nalguitas redondeadas y bien protegidas? Vamos, si pensaste que tú, no me decepciones. La dignidad no existe en cuestión de nalgas. Me dio coraje. El Borneos llevaba la delantera de una manera tan fácil, cuando a mí, me había costado un huevo que la Matilda se quitara una de sus mascadas para que me la prestara. No me sentía agusto con el estado de las cosas. Fui al café, sabiendo exactamente a qué iba: A que la Matilda me diera las nalgas que me prometió antier.

Para ello, debía saltarme la línea de comando. Meterme en pedos. Chingar al Borneos, rápido y certero. Finalmente, mientras más pensaba en ello, pensaba que sería muy sencillo. Así que cambié los objetivos: Cogerme a la Matilda, chingar al Borneos y que los dos me quisieran como un compadre (durante todo el proceso). Eso sí sería divertido. Los 500 puntos completos. Aceleré mis pasos, con todo ese cúmulo de pensamientos en la cabeza y me pasé el café sin darme cuenta. Cuando me descubrí una cuadra más adelante, me dí un tope contra la frente y me regresé. Detrás de unas cortinas azules y moradas, estaban el Borneos y la Matilda platicando animadamente, ambos con el celular en la oreja. Las otras dos mesas, una con amiguitos, y la otra con una pareja, los observaban con curiosidad. Me provocaron dulzura. Me quedé un momento afuera, pensaba como abordarlos. Seguía pensando cuando mi cuerpo me obligó a entrar y pedir un moca frío. No se dieron cuenta de mi presencia. ¿Podía ser posible?

Una mesera de sonrisa agradable me dio el café. Pagué, le pedí que me llevara unos cigarros a la mesa, y busqué un lugar a dos mesas de Matilda y Borneos. Escuchaba perfectamente la conversación y todavía no se habían dado cuenta que estaba ahí. ¿Por qué tenía tanta suerte?

–¿Por qué siempre usas el celular para hablar con las personas? Digo, me parece un detalle increíble. Hasta cierto punto puedo entenderlo. Yo si pudiera, también lo haría. Cerrarme al mundo, no escuchar a nadie más, estar solamente conmigo y mis pensamientos. Estoy segura que si tuviera una costumbre así, podría comunicar mejor lo que pienso cuando tengo que hablar. Lo que quiero decir, es que me parece increíble porque no necesitas decir nada más que lo necesario y cuando tú quieres. ¿Cómo lo haces? ¿Es un secreto?

–Matilda –sonrió Borneos–, voy a contarte algo que no le he dicho a nadie más. ¿Prometes no decirlo a nadie? Antes, debo explicarte que no tengo otro secreto más que este. Todos los pedazos de mi vida, son posesión de alguien más, de una forma u otra. Mi vida no me pertenece más que este pedazo y si estoy dispuesto a contártelo, es porque deseo que lo guardes conmigo. De mi vida, te doy lo más preciado.

Matilda estaba pasmada. Iba a decir algo, pero Borneos le interrumpió. “Here comes your man”, Pixies, en el café. Tomé ansiosamente, sabiendo que escucharía el secretito de Borneos.

–Crecí con mi madre. Mamá soltera que trabajaba mucho porque deseaba que yo estudiara en escuelas particulares. Los costos incrementaban cada año, y era peor cuando cambiaban los niveles. No cuesta lo mismo una primaria que una secundaria. Rara vez se la pasaba en casa, pero fui buen educado. Entendía los sacrificios de mi mamá. Nunca me excedí, ni me aproveché de la situación, de la soledad en el pequeño departamento que vivíamos. Crecí lo más pronto posible para ayudarle en las tareas básicas, aunque fuera limpiar, tener los trastes limpios, el baño lavado. También, aprendí a estudiar desde chiquito. Me leía todos los libros escolares de antemano y leía aún más en la biblioteca. No quería que mi mamá tuviera un problema. Ninguno. No sólo para que estuviera contenta de mí, sino para que tuviera más tiempo. Los costos todavía estaban subiendo. Ella aceptó horas extras. Los fines de semana, me decía que teníamos un guardadito, me sonreía contenta, no tendremos problemas en un tiempo… preparábamos la comida, lavábamos ropa, salíamos a un parque a disfrutar la tarde. No quería que los domingos terminaran. Entre semana, los esperaba ansioso. ¿Te imaginas, esperar un domingo? Alguna vez me enojé con ella, le discutí que las escuelas públicas tenían mejor educación y que no debía matarse tanto. Ella me abofeteó y me dijo: nunca desprecies lo que hago por tí.

–Qué fuerte.

–Entonces, quise algo para mí. Quise un celular. Este que tengo en las manos es el segundo, el que ya me pude comprar con mi dinero. Pero el primero, un celular que tuve durante siete años. Me volví necio, soberbio y estúpido. Todos los días, no dejaba en paz a mi mamá con que necesitaba un celular. En mi escuela, algunos chavos llevaban uno. ¿Yo por qué no? Mi madre al principio me pidió que fuera comprensivo, pero luego, quien lo comprendió fue ella. Había sido un buen chico, era muy educado, hacía mi parte del trato. Hizo otras horas extras más. Me prometió que lo compraría, que le diera tiempo. Me sentí bien. Sentí que hacía mi trabajo y esa era mi recompensa. Lo merecía. Pero si te soy honesto Matilda, y es por eso que soy tan buen vendedor de ideas, es saber que no mereces nada… porque la verdad, todo lo que vemos en la tele… nada de eso es necesario. Podemos vivir sin las cosas que ocupan millones de pesos para publicitarse… como este celular que tengo en las manos para platicar contigo. Lo aprendí cuando a mi madre le dio un ataque. Una embolia que le fracturó la consciencia y le quebró el cerebro, tan pronto llegó a casa, con la cajita del celular en las manos. No supe qué hacer, te lo juro. Cuando se cayó y se convulsionó, le arranqué el celular de las manos, me sentí tan avergonzado, lo saqué de la caja y no entendía las instrucciones. Salí corriendo del departamento, toqué puertas, y sólo uno me abrió. Era tarde, no teníamos teléfono para ahorrar y sólo una persona me abrió la puerta. Cuando llegó la ambulancia fue demasiado tarde, se llevaron un cuerpo, y yo tenía el celular en las manos. Esta historia que te cuento Matilda, no es dolorosa, ni triste… es una lección. Es aprender a vivir con lo que quieres, a costo de perder lo que amas. Si busco alguna redención, es ignorar a los demás, confiar en mi inteligencia y tenerlo pegado a mi oreja para hablar, ¿lo demás? Sólo silencio. No existo hoy si no es por el deseo estúpido de tener uno de estos cacharros.

–Te equivocas –le dijo Matilda. Borneos se quedó callado, con los ojos abiertos… perfecto. Más para mí–. Te equivocas Borneos. No es posible que ya no estés triste, no es posible que no sientas el castigo todos los días cuando tienes eso en la oreja. Te creo la mitad, la otra mitad es puro dolor. Comprendo que no existas para otros, que lo uses para desarrollar esa inteligencia enorme que tienes. Pero no me digas que no es por tristeza. No me digas que es una lección, porque me demuestras mientras estoy frente a tí que no has aprendido y tienes la necesidad de castigarte, en todo momento. Deja ese celular en la mesa y habla conmigo. Por favor, habla conmigo. Dime cuánto te duele… por favor. Quisiera escucharlo. Quisiera que el mundo existiera para tí, otra vez. Quisiera darte la oportunidad para que te perdones. Déjalo, déjalo en la mesa… puedes hacerlo, podemos platicar.

Borneos la miraba sorprendido. Miró su celular, pero no lo dejó en la mesa. Se quedaron en silencio un largo rato. Bostecé. Pedí otro café y abrí mi cajetilla de cigarros. Los otros clientes también los miraban ansiosos. Estábamos frente a una plática extraña, intensa y supuestamente interesante. Bostecé otra vez. La mesera me dejó mi café en la mesa, le sonreí. Que bonita sonrisa tenía. Igual, la Matilda sonrió.

–Lo harás cuando estés listo. ¿Te parece si nos vamos?

–Debo regresar a trabajar.

–Ya no querrás verme de nuevo. Lo entiendo, tal vez hice mal…

–No. Gracias… quiero verte. Necesito verte otra vez.

Se tomaron las manos. Pidieron la cuenta y después de un beso en la mejilla y una larga despedida, tomaron caminos separados. Prendí otro cigarro. La plática había sido importante, era amor del bueno. No todos los días se confiesa uno de esa manera. Además, jamás había pensado que la historia de ese cabrón fuera tan trágica. Me sentí triste por él. Se estaban poniendo muy personales, muy rápido. Le dí un sorbo a mi café. Agarré una servilleta y saqué una pluma. Escribí: “Bueno… debe ser esta noche, ¿cómo le digo a la Matilda que me la quiero coger?”