Ya regresé a trabajar y me recibieron veinte negrotes. Literal. Veinte afroamericanos muy grandes (por si se nos pega —todavía más—, la políticamente correcta forma de vida gringa) esperaban su turno para hacer casting. Suspiré y sonreí. Subí a saludar, leí la solicitud de casting e hice un gesto de sabiduría e iluminación. Se solicitaban negros (hombres y mujeres) para interpretar a una tribu africana en el comercial. Me reí. Cuando piden ese tipo de cosas siempre me provoca mucha gracia porque es una chinga, y es incómodo, y se descubren cosas terribles en muchos lados. Pero mirar y resbalarse en esta basura siempre es divertido y gracioso.
Seguí leyendo la solicitud: “las mujeres saldrán topless en el comercial”. Sólo usarían un collarcito africano que les cubra tetas y pezones. Hice una mueca e inmediatamente super que esto no iba a prosperar. No necesité leer el nombre de la productora, ya lo sabía. Estaba totalmente seguro quienes eran los responsables del comercial, la fábrica de grandes ideas. Podía imaginar perfectamente a nuestro señor director, un peloncito de lentes-: “de preferencia que sean africanos reales o que hablen algún dialecto/idioma/lenguaje de allá y no se olviden, las mujeres topless”.
Qué buen recibimiento.
Entonces… asocié a la tribu africana con algún recuerdo de mi niñez. De esas veces locas, misteriosas, insensatas, en que todo se asocia a tu contexto. La tribu africana = mi niñez. Siempre que miraba la tele de niño, y salía algún africano de televisión, pensaba: “¿De dónde lo conseguirán? ¿Alguien cogerá el primer avión a Africa para buscarlo? ¿Lo disfrazarán? ¿Y si es de verdad, no se comerá a las rubias con tantita sal y pimienta cuando nadie lo ve? ¿Cómo controlan al salvaje para que no les corte la cabeza?”.
Pensaba, por más feo que suene, intensamente en los negros y mis prejuicios sobre los negros africanos. Pensaba en mis historietas de Memín Pingüín y algunas de exploradores en tribus africanas. Pensaba en la caricaturización de los negros.
Cuando miraba a un negro pensaba en el hubiera de haber nacido con ese color de piel. Los negritos. Antes les decía “negritos”. Mi tía me corrigió-. No se les dice negritos, se les dice negros. ¿Tú crees que ellos nos dicen blanquitos? -pestañeé muchas veces ante esa aseveración. La verdad no me los imaginaba diciendo blanquitos (aunque, quizás, hogaño es más común. Ellos también nos dicen blanquitos como una forma de cobrar alguna deuda histórica con los antepasados blancos, blanquísimos). Desde entonces empecé a decir negro como si negro fuera negro. Solamente una palabra (pero las palabras, y sus contextos, y sus maneras de crecer y corromperse).
Pensé en toda clase de cosas mientras tenía a veinte pares de ojos negros sobre mí, estudiándome. El día que al negrito bimbo le llamen “criollo bimbo” sabremos que en México hemos perdido el humor, o una batalla. Una batalla indeterminada. Quizás no la más noble de las batallas, quizás un humor que no debiera sobrevivir, quizás habremos aceptado que somos igual de negros que los negros del norte. Finalmente seremos el anexo gringo. Cuando no le podamos decir a nuestro compañero de clase: “El negro”. Cuando no sonriamos al decir: “Oye mi negro”. Cuando no podamos hacer comerciales de tribus africanas, por temor a que nos tachen de irreverentes internacionales… O bien, cuando ningún rottweiler tenga el nombre de negro, blackie o black-jack… habremos perdido una guerra.
Mi negra, mi negra linda.