Todo empezó cuando de broma me soplaron una palomilla muerta en la cara. Tendría cuatro o cinco años. Desde entonces le tengo miedo a los insectos. En aquel entonces, incluso las arañas pequeñas y grises (cuyo nombre científico no se me da), me paralizaban de miedo. Me alejaba de las arañas patonas y descubrí que si les soplaba a una distancia adecuada, buscaban un refugio para protegerse del soplido. Caminaban en el aire hasta regresar a la seguridad del muro y adoptaban una posición para que ningún terror infantil –y sus consecuencias– les molestara. En Puebla hay muchas de estas arañitas grises y he aprendido a convivir con ellas. Ellas hacen su vida y yo hago la mía. Una vez, una apareció en mi cabeza y bajó por mi frente. La reacción fue inevitable y me manoteé la cara, hasta que me deshice del cuerpo extraño. Unos segundos después encontré la pequeña arañita, que ya estaba bajando con su hilo del dorso de mi mano. Suspiré, caminé a la azotea y la dejé caer sobre el marco de una ventana. Haz lo que quieras, pequeña araña. Me pregunto si en unos años, habré superado el temor a las cucarachotas y a las arañas negras, enormes, que miden el tamaño de un pulgar. Me pregunto si en el futuro podré cazar escorpiones. Después de todo, no fueron tantos años, sólo veinticinco.
A mis cien años, mataré a mi primer cien piés gigante.