El hombre no dejaba de soñar. Le gustaban los aviones. Caminaba mirando el cielo. Los sueños lo trajeron abajo. Deja de soñar, decían sus padres, sus abuelos, sus hermanas. Cambia tus sueños, ofrecían algunas marcas. Es que pedía lo imposible: pedía alas. No hay nada de malo con soñar, pero ese hombre soñaba más que muchos otros, más que un ochenta por ciento de la población o tal vez más que un noventa. No le crecieron alas, ni siquiera unos muñones de piel. Tampoco le bastaba con soñar, porque alguien que se la pasa haciéndolo necesita ver sus esfuerzos recompensados. Intentó actuar, intentó imaginar, intentó saltar más que otros. Era soñador, mas no idiota. Llegó al punto de subir a un edificio y pensar en el salto, pero lo dejó en el pensamiento. Soy una gallina, se fue pensando esa noche, una gallina en todo sentido. Sin alas para volar, y sin el valor para dar el salto que, probablemente, le ofrecería una oportunidad de sentirlo. Por que así hay hombres. Hombres que simplemente sueñan y nada pasa, nada hacen, simplemente sueñan.
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