Casi dos semanas después de la operación y de que la veterinaria confirmó que mi basset hound es un ejemplo de salud y de energía, me dieron permiso de salir a caminar con ella como regularmente hacía: dos paseos diarios de 40 minutos. Cuando mi esposa la trajo a casa, el perro era un saco de pulgas lamentable, que apenas podía moverse y titiritaba de frío con un poquito de corriente. La tuve en mis brazos porque había que cargarla a todas partes. Me dio tristeza mi perra. Me arrepentí de la operación al verla tan perdida. Sus ojos parecían llenos de humo, pensando en todos los hermosos cachorritos que jamás saldrían expulsados como parásitos. Lamentaba con tristeza que jamás consumirían su vientre, sus comidas, su vida. Durmió mucho un par de días. Se enroscaba para crearse un mundo propio de calor y de descanso. Nico apenas abría los ojos para mirar lo que hacía ruido y lo que los otros integrantes de su manada estaba haciendo. Entonces pensé en todo lo que habían dicho—. Le hará daño a su humor, engordará mucho y se convertirá en una sombra diluida de todo lo que pudo ser.
Al tercer día la perra ya estaba aburrida. Medio dormido, me despertó su gañido cuando intentó brincar a la cama y le dolió la herida. La bajé entre mis brazos, encontró su pato de peluche, lo tomó con el hocico y me gruñó para invitarme a jugar. Brincaba para llamar mi atención, subía de un brinco a los sillones y jugaba al Fitipaldi entre la puerta del jardín, y la entrada de la casa. La miraba correr. Entonces sentía un retortijón en el vientre, pensando en las advertencias de la veterinaria: Le puede salir una hernia y entonces sí, ya se nos complicó la vida. Procurando su bienestar, la sacaba al jardín y cerraba la puerta, para que tuviera tiempo de echarse a descansar. Nico se acabó la corteza del limonero de lo aburrida que estaba. Y yo que pensaba que las espinas del limón me ayudarían a detenerla. Estaba equivocado. No tenía un perro… tenía un cancerbero. Un sabueso del infierno que exhalaba llamas por las narices de lo aburrida que estaba. “La sombra de los cachorros que nunca tuvo”, que imagen más estúpida. Más bien parecía que le habían dado permiso para romper toda existencia sedentaria que exige el trabajo de su dueño.
La veterinaria me dijo que podía sacarla a caminar en muy breves espacios de tiempo cada dos horas. Las primeras caminatas confirmaron la fragilidad de su estado. Al llegar a casa, le faltaba el aire y se echaba a dormir. Aunque después de una hora, ya estaba levantada, gruñendo y mirándome intensamente. Necesitaba ofrecerle algo qué hacer. Fue la semana de las carnazas, que a veces lograban distraerla otra hora antes de hacer el segundo paseo. Cuando se acostumbró a las caminatas de cinco minutos, me animé a caminarla un poco más… aunque el poco tiempo no ayudaba en nada, sentía que nos estábamos preparando para regresar a nuestro rutina acostumbrada.
Hoy pude caminar con mi saco de pulgas. Hicimos el circuito de siempre. Ella se detenía a oler el pasto y orinarlo. Yo me dedicaba a jalonearla y llamar su atención. Nos costó trabajo agarrar ritmo pero eventualmente todo salió bien. Estas pequeñas costumbres que estructuran los días y que luego dificultan la vida si no se cumplen. Me gustaría pensar que Nico sintió tanta paz como yo la sentí cuando pudimos dar esa primera caminata después de un tiempo breve que registré, por humano que soy, como una eternidad.