Un perro pequeño con el pecho erguido se acercó a ellos. Desde lejos trataba de acertar su dominio. Lo vio bien alimentado, los pelos blancos que tenía en el pecho estaban limpios, su lomo de pelos café brillaba saludablemente. Mala cosa que caminara recordando la discusión con el padre. No puedes cuidar nada, le dijo, no puedes cuidar siquiera a tu propio perro. Mala cosa, pensó, una oportunidad para demostrarle que se equivoca. Sonrió chueco mientras el perro extraño se acercaba. Puedo cuidar el mío, pensó, puedo cuidar al otro. Su propio perro ya estaba con las orejas paradas, esperando. Tranquilízate Orejón, dijo el hombre y le acarició el lomo, tranquilízate. Ciñó la correa del perro que llevaba para que no se emocionara demasiado con la proximidad del intruso. Extendió la mano. Había leído que si el perro se acercaba a olisquear entonces habría ganado un poco de su confianza. La oportunidad recargó la nariz en la herida que tenía en la mano, y luego lamió, como si con ello pudiera retirar el abuso, los regaños, el agua hirviendo que le tiró encima un día de mucha furia.

El intruso se llamaba “Cofy” según su placa de identificación. Hizo una mueca. Cofy. Había un número telefónico. Tan pronto lo soltó, los perros se excitaron y empezaron a seguirse, a perseguirse, a rodearlo. Orejón jalaba la correa. No había coches alrededor y el parque estaba vacío. Recordó el día que su padre le puso el pie en un parque lejos de allí. Un parque que ya nunca visitaba. Estoy enseñando a que te caigas, luego le tendió la mano mientras se acomodó el cigarrillo en los labios, vamos… ¿ya te puedes levantar? Le gustaba contar esa historia para que su vida pareciera envidiable. Se la había contado a sus novias, a sus familiares lejanos, a sus profesores, a los entrevistadores de trabajo. Luego se frotaba la cicatriz de la mano y terminaba con–. Siempre sabré levantarme. Mi padre me enseñó desde muy temprano –El final siempre le ganaba algo. Detuvo a Cofy del collar. Sacó el teléfono del bolsillo e intentó hacer la llamada.

El padre estaba muerto. Lo que vivía era su necesidad de pedirle permiso para hacer las cosas. Primero había pensado en llevarse el perro a casa. Ignoraba la raza pero le gustaba que fuera un perro pequeño, de orejas puntiagudas y de confianza extraordinaria. Orejón era distinto: Un perro mediano, de orejas grandes que colgaban y se tambaleaban a la hora de caminar. Cada vez que tomaba asiento para limpiarle las orejas, sentía que le apretaban el hombro y una mirada firme que le mostraba todas las decisiones erróneas que había tomado. Ni siquiera puedes limpiarle bien las orejas, ni siquiera puedes dejarlo solo porque ya te está llorando. No puedes enseñarle que viva sin ti. No como lo hice yo. La cicatriz empezó a dolerle. Al otro lado del teléfono le dijeron que marcó mal el número. Los perros se lanzaban mordidas inofensivas y trataban de saltar uno alrededor del otro. Dejen de jugar, murmuró, colgó y detuvo de nuevo a Cofy para verificar los datos.

–Los números están mal… me falta uno –apenas murmuró el hombre. Con su pie detuvo la correa de Orejón para limitar su espacio. Se arrodilló para detener a Cofy con las manos. Tal vez si lo cargo, pensó, mientras apostó atinarle al número que faltaba. Le respondió una voz bronca. Buenos días, tengo a un perro llamado Cofy aquí, ¿será su perro? Sí, sí lo es, permítame unos minutos y le marco para que usted no gaste. Le colgaron sin que él pudiera decir nada más. Su espalda sudaba por el esfuerzo que hacía para detener a ambos perros. Debería dejarlos jugar para que se cansen. Los detenía con firmeza pero no los soltaba. Sintió esa mirada encima. Otra vez el agua hervida sobre la mano. Su teléfono empezó a sonar. Cuando respondió, alzó ligeramente el pie y cedió la mano sobre el collar. Cofy y Orejón se liberaron.

–Bueno –dijo el hombre, mientras observaba como si estuviera en otra parte como los perros aprovechaban la extensión del parque–. Espere un minuto.

–Ya mando alguien por Cofy –dijo la voz bronca–, ¿me puede indicar dónde está?

Caminó rápidamente tras los perros que ya habían bajado y corrían libremente por las calles. Ya lo sabía. Lo sabía desde el minuto que se acercó el perro de pecho erguido. Mi padre me quiere enseñar otra lección. ¿Qué dijo? ¿Puede repetir? La calle que no tenía coches se iluminó bruscamente con centenares de ellos. Cofy y Orejón evitaron el primer Tsuru, pero la camioneta los golpeó simultáneamente. Rodaron por las calles como un par de pelotas viejas, hasta que otro coche les pasó por encima y los dejó marcados como señalamientos de tránsito. La mano herida del hombre empezó a temblar. ¿Ves?, escuchó la voz de su padre, no puede pasar un día sin que tengas que aprender algo nuevo.