El jugador encendió un cigarrillo, dio un sorbo a su café y me contó lo siguiente–. Tomé estas cartas y a cada una le escribí el nombre de un personaje, un arquetipo, una criatura fantástica, un animal o un objeto. Excepto los jokers. Ellos juegan con otras reglas que comentaré más tarde. El propósito es que de madrugada o en las mañanas, revolver las cartas y tomar una al azar. Entonces la carta elegida gobernará mis pensamientos y me contarán historias mientras hago las tareas del día. Cuando termine, escribiré el resultado a ver qué pasa. ¿No es el himno generacional? A-ver-qué-pasa. Tengo otro juego pensado con las cartas pero me gustaría ver a dónde me lleva este –se quedó callado. Miré como jugaba con la cajetilla entre los dedos. Pensé que era su cajita de cartas. Esperaba que una saltara afuera y empezara a recitar una historia como él lo prometió, pero nada. El movimiento de las nubes ensombreció su rostro durante breves segundos. Tenía mucho que leer, mucho que trabajar, y aún cuando sentía una ligera angustia por regresar al fulgor rutinario, me permití quedarme un poco más.

–Básicamente sugieres que los otros escriban por ti.

El jugador asintió despacio. Parecía la cámara lenta de una gallina que hubiera cachado el gusano y lo estuviera tragando lentamente, se quitó el cigarrillo de los labios–. Es posible, sí. Quiero alejarme de lo propio y palpar lo ajeno. Esa palabra: ajeno. Los deseos de lo ajeno, lo mucho que brilla lo ajeno, lo misterioso de lo ajeno. ¿Quién no pasa algunos días tratando de calzarse los zapatos de otros para saber si caminar es tan difícil como prometen? Sueños de vastas riquezas, de amores aparentemente eternos y contentos, la propuesta de una cotidianidad interrumpida por ciertos caprichos dolorosos, el supuesto dolor de la enfermedad y de la muerte, la melancolía por aquellos que se fueron y dejaron la vida mermada, intranquila y les hace correr como una gallina descabezada.

–Precisamente pensaba en gallinas. ¿Qué hay de los reyes en monociclos?

–Los jokers proponen que tomes dos o tres cartas. Es decir, es un juego de dos o tres personajes que se cruzan y cacarean al unísono. Meter varios al corral puede ofrecer horas de diversión. ¿No lo has hecho? Un día pasé horas mirando a las gallinas andar en círculos, buscando nutritivas borlas de carne, espantándose con las alas abiertas o dándose de picotazos. El cacareo puede ser un sonido tan relajante e hipnótico como el sonido de los mares, del viento que pasa entre los tallos de la mala hierba adueñada de abandono.

Asentí. Me imaginé como un animal al que le colgaba la papada. Esta era una de esas conversaciones donde uno siempre está asintiendo. Aparentemente se comprende al otro pero en realidad se le está pidiendo un momento para comprender. Luego recordé las plumas café obscuro de ciertas gallinas que me encontré en un camino. Llevaba a mi perro conmigo. Cuando el perro se acercó a olisquearlas por la reja hicieron un enorme escándalo que mejor preferí alejarme avergonzado. Me preocupaba que el dueño de las gallinas se asomara y me culpara de la muerte de una, o de los huevos mal nacidos, o de las pulgas y las garrapatas. Ya me lo imaginaba, y me asustaba.

–Las reglas parecen muy sencillas. También me gustaría jugar.

–Oh no, imposible. Es un juego incompleto. Necesita muchas más reglas antes de proponerlo siquiera. Te lo platico porque nos encontramos aquí y necesitábamos algo de qué hablar, o estaríamos en ese horrible juego del silencio incómodo, cada quien en lo suyo. Debo insistir: le faltan reglas. Pensaba que a la hora de escribir el resultado, por ejemplo, se iniciara con un diálogo. El personaje en tercera persona que se aproxima a platicar una historia y yo como un testigo que le escucha pasivamente. Eso puede cambiar. Al faltar reglas todavía no existe algo que pueda romperse, ¿me entiendes? Y qué caso tiene escribir si algo no se rompe. Al menos una estrujadita al aura de la rutina diaria.

El hombre sacó las cartas de su bolsillo y me las ofreció. Era evidente que trataba de esconder su emoción. Cuidado, pensé divertido, si regresas al tema de las gallinas puede que lo hagas llorar. Las tomé dudoso y empecé a recorrerlas con un respeto tedioso. Había personajes que comprendía, había nombres de gente que no sabía quienes eran, había un abanico de objetos que estaban apenas iluminados como si fueran el boceto de una naturaleza muerta. Cuando terminé de recorrerlas no pude contenerme, le robé un cigarrillo y murmuré–. ¿Te diste cuenta? Falta la gallina.