Juan Esquivel encendió un cigarrillo. Se acarició el estómago y recordó el día que cambiaría su vida por completo: Aquella vez que comió 122 tacos de canasta. Fueron 83 de chicharrón, 15 de frijoles y 24 de papa. 46 de esos tacos tenían salsa verde y el resto, 76 tacos, no les puso salsa porque ya estaba demasiado enchilado. Su chistecito le costó 183 pesos a $1.50 el taco, precio especial para el deportista, todo un nuevo héroe nacional, valiente. Juan Esquivel supuso que la comilona también lo convirtió en un súper héroe. Sus poderes eran velocidad extraordinaria y una fuerza titánica. Podía levantar coches con una sola mano, lo cual, para su oficio de mecánico, le era muy útil. La velocidad todavía no sabía para qué usarla. Su fuerza inhumana era práctica, la velocidad no. Misteriosamente, componer los coches de sus clientes velozmente ofrecía menos prospectos económicos que alargar lastimosamente los arreglos y las consultas.

Tomó las cuentas porque hizo una apuesta de comerse los más tacos posibles. Un amigo, el taquero y un grupo de comensales curiosos que escucharon la conversación se presentaron. Apostó por los 120 tacos y todavía, aludiendo a los dioses de la fuerza de voluntad, se superó con dos. El taquero, el amigo y uno que otro curioso, le ofrecían refrescos por temor a que se atragantara pero Juan se negaba efusivamente. No habló durante el proceso. Un niño que estaba presente lo vio como una especie de héroe mítico y se prometió, ¿por qué no? Que haría lo mismo cuando fuera grande. Juan, el mecánico, ofreció todo su cuerpo a la tarea en curso. Sus manos, sus dientes, su garganta y su estómago todos ocupados en el proceso, funcionando como una maquinaría perfectamente sincronizada.

Luego del taco 122, se acarició el estómago, pidió a su amigo que pagara y que lo llevara a su casa, porque necesitaba descansar. Su amigo, Hilario, pagó la cuenta y dejaron atrás el puesto de tacos, en medio de vitores y aplausos. La barriga redonda de Juan sudaba más que su cuerpo completo. Su amigo le dio el aventón y después, pensando en todo lo que podía salir mal con su amigo, por culo o por boca, se arrepintió. Hilario le miraba el rostro a su copiloto constantemente, buscándole alguna enfermedad, algún aviso, aceleró cuando el rostro de Juan enverdeció igual a un presagio. Finalmente respiró cuando llegaron a la casa de Esquivel, donde tenía su taller, en la Guerrero y cuando quiso bajarse para acompañarlo, Juan lo detuvo con un par de manotazos al aire. Tambaleándose, mareado y enchilado, subió las escaleras y se tiró en su cama. Se quedó dormido.

Despertó siendo otro. Sentía un vigor, una fortaleza y una ligereza incomparables. Ni de niño se había sentido así. Se miró en el espejo y todo estaba igual: su cabello negro y graso, las arrugas de su rostro moreno, sus dedos gruesos y chuecos, la mirada enrojecida por las noches de cerveza. Físicamente, nada parecía haber cambiado. Se levantó tan de buenas que se dio un largo baño, se vistió con ropa poco usada y bajó a la cocina para tomarse la primera cerveza del día. Sacó la cerveza del refrigerador, y acostumbrado a abrirla con los dedos, no midió su fuerza y se le rompió en las manos. Esquirlas de vidrio salieron volando. Exclamó un par de groserías, se miró las manos, no se había hecho daño. Extrañado, recogió uno de los vidrios puntiagudos en el suelo, lo apretó entre sus dedos y se hizo polvo. ¿Qué le pasó a mi sangre? Se preguntó ridículamente, y luego exclamó: puta madre, putísima madre. Salió al garage donde tenía el taller, tomó una barra de metal y la dobló sin esfuerzo. Putísima madre, repitió, ¿qué más puedo hacer? En medio del delirio y de la sorpresa, salió corriendo a su habitación para esconderse bajo las sábanas porque temía que los ángeles le estuvieran haciendo trampa y cuando llegó en menos de unos segundos, se detuvo. Boquiabierto, los ojos pelados, miró por la ventana como el sol de medio día. El momento culminante donde uno realiza que los días jamás serán lo mismo y no queda de otra, más que guardar silencio y despedirse de todo aquello mientras se contempla, como si fuéramos testigos ajenos, la vida propia en el pasado y en el futuro, con todos sus errores y sus aciertos, y sus chistes, y sus accidentes. Se escucha el susurro de una promesa: Nada será igual.

Todo fue igual, menos las pequeñas diferencias. Usaba la fuerza para los coches, a veces usaba la velocidad para ir de un lado a otro. Compró unas películas y unas series de super héroes en un puesto, a diez pesos, para tratar de comprender que había pasado con él. Nunca se decidió a verlas. Trató una vez, pero le aburrieron. Juan comprendía más las cosas si alguien se las explicaba. Decidió pedirle ayuda a uno de los niños de la cuadra, Alejandro, un chamaco problemático en la vecindad, cuyo nombre rebotaba en ecos y gritos de su madre al menos diez veces al día. Primero le ofreció pequeñas chambitas: recados, ir por la cerveza y los cigarros, traer algunas piezas en la refaccionaria a unas cuadras y luego se animó a preguntarle si él sabía de súper héroes. Al chamaco se le iluminaron los ojos. Fue corriendo a su casa para traer su colección de comics y empezó a platicarle todas las aventuras que había vivido: Los súper héroes viajan al espacio, detienen a los villanos más ruines, luchan entre ellos para probar quien es el más súper héroe de todos. Si yo fuera super héroe, dijo Alejandro, me llamaría Súper-Chingón. No es mal nombre, dijo Juan con un cigarrillo entre los labios, ¿Y qué harías si tuvieras poderes? Huy Don, ¿qué no haría? Y dejaba la pregunta sin responder, como si retara la imaginación de Juan o como si Alejandro no la tuviera para decir lo indecible, como si decirlo rompiera toda posibilidad de cumplir los sueños en la vecindad de la Guerrero. ¿Qué no haría? Y la pregunta hacía eco no sólo en Juan, o Alejandro, sino en cualquiera que se hubiera visto en aprietos por los sistemas del mundo: el crimen, los bancos, el gobierno, la educación, la cultura, las palabras, la realidad y esa otra realidad, que apenas soñamos, meta-realidad que ojalá existiera, una donde podemos hacer los cambios a nuestro antojo y olvidarnos de los otros, una donde podamos crear un paraíso personal y justo, egoísta, inviolable.

El niño le platicó de los trajes, de los orígenes, de los concilios heróicos, de las diferentes compañías y los héroes que manejaban. Juan escuchó todo lo que le dijo Alejandro: Batman es un cabronsísimo, pero no me gusta porque se necesita mucha lana para ser ese cabrón. Superman lo tiene todo, pero es un pinche marica. Spiderman es un chingón, es gracioso, muy inteligente y se chinga a su jefe vendiéndole las fotos que él mismo se toma. El Capitán América es muy valiente, ese güey es como un técnico, pero es demasiado gringo. Hay uno que se llama Linterna Verde y lo que me gusta es que puede viajar al espacio cuando quiera, es parte de unos policías bien acá, que cuidan el universo completo y no tiene poderes, es un hombre, pero tuvo la suerte de encontrarse un anillo que se alimenta de su imaginación. Ah, pero el de las garras, Wolverine, creo que es el mejor de todos: Todo mundo intenta matarlo al cabrón y siempre se levanta, siempre, y se desquita. Tiene escuela de samuráis, de ninjas, de agente secreto, es muy completo, además que se regenera como Picoro, el de Dragon Ball, una vez Hulk lo partió a la mitad y el cabrón se arrastró hasta sus piernas que estaban al otro lado del mundo para juntarse de nuevo e irle a partir su pinche madre. ¿Ve? Súper-Chingón. Si fuera un súper héroe, tendría todos los poderes de Wolverine y me llamaría Súper-Chingón, porque eso es lo que es Wolverine y es como lo que yo quiero ser.

La mamá de Alejandro le llevó comida a Juan para agradecerle que mantuviera el niño ocupado. Platicaron del niño, de como lo querían meter a una banda, que estaba todos los días preocupada porque su hijo tomara las decisiones correctas. Ojalá tuviera papá, pero el único que tiene es un pinche borracho que ha de estar remojándose en alguna cantina de Tacuba. No se preocupe por él, dijo el mecánico, con una tortilla remojada en sopa en la boca, platicamos mucho y me parece que su chamaquito toma, todos los días, la decisión correcta. En otra parte Juan habría contemplado el mythos del héroe, la necesidad de ponerse un traje lo habría colmado, y corrido a salvar el mundo, pero no podía hacerlo en su vecindario. No todavía. No estaba preparado. Luego de la comida, del postre, y de sentir la calidez de la mano de la madre de Alejandro sobre la suya, se le ocurrió que por el momento, la fuerza y la velocidad podían chingar a su madre, otro día se cosería un traje y jugaría a que estaba en una película de acción, otro día contemplaría por qué los ángeles le hicieron trampa por cuando completó la apuesta de los tacos. Por el momento, lo que podía hacer como un buen súper héroe, era ofrecerle más chamba al niño y buscar la bondad de las pequeñas acciones.