No le digan a mi esposa pero que rico son los días de su ausencia. Al menos empiezan bien. Nadie interrumpe el sueño matutino de un vividor de madrugada. Los perros duermen igual o más que yo cuando no perciben gente haciendo alharaca en la casa.
Abrazo a los peludos para entregarnos al sueño de los cínicos, de los desvergonzados, de los inútiles y de los malos ejemplos. Paseamos juntos, sí, en el mundo onírico, en jardines vastos, en praderas fértiles y campos asoleados que no queman, e incomodan, por la brisa abundante de los céfiros. Despierto, saco algunos pelos de mi boca y resoplo tristón como resoplan los bassets, gruño malhumorado como los french minitoys.
Cuando saco a caminar a los perros, veo las piernitas tiernas de las estudiantes sin luego sentirme culpable o disculparme inmediatamente por andar de mirón. Ya me conocen, tal vez demasiada gente, pero quien sabe por qué siento la necesidad de disculparme. Es como un impulso incontrolable de pedir perdón. A lo mejor es la resonancia de las 180 iglesias de Puebla. También puede ser el gen mexicano, o la culpa la tienen los indígenas, o mi parte criolla, o mi pasado alemán, o la televisión gringa, quien sabe, pero me disculpo con mi mujer por la mirada desviada en estos tiempos tan políticamente insulsos. Será que me tienen bien entrenado.
Cuando me dejan solo, pienso: “¡Uh! ¡Hay qué hacer fiesta!” y me imagino que esto se llena de muchachitas voluptuosas, casi desnudas, despojándose eventualmente de sus trapos. Bailan hasta al amanecer. No sucede, verdad que no, pero la imaginación a veces basta.
No hago tanto desmadre. Quisiera. Hoy tuve un visitante. Un jardinero que hacía el mantenimiento en mi casa anterior. Lo traje para que cortara mi pasto, mis malamadres, mis amarillas espinosas, mis narcisos y los que no son narcisos. Algún día le preguntaré como se llaman todas esas plantas y como todos esos “algún día”, tal vez nunca lo haga. Le puse música y le ofrecí pique para ver si se desnudaba. No cumplió. Ni modo. A ver si en dos semanas que regrese.
Preparo el calendario del abandono: Las caminatas, lo que veré en televisión, las horas de lectura, los cafés y en dónde, los videojuegos que tengo pendientes desde hace más de diez años, las horas que pasaré frente a la ventana vigilando a Don Goyo y rezándole para que explote, por favor que explote para interrumpir los fuegos artificiales programados de las iglesias, y que la gente salga corriendo de sus casas con las manos en la cabeza como si ya se estuvieran quemando, y ojalá, nomás porque sí, entre esas gentes haya piernudas encueraditas que lleguen a mi casa buscando refugio. Ojalá.
Cuando pasen las horas y tropiece con ropa usada, con las sillas mal puestas, con los platos sucios, quizás la ropa interior ajena y los ceniceros llenos, entonces me pondré el delantal, justo como hago cuando ella está, y mientras los perros me apuntan con la cabeza, aburridos, porque no hay otra cosa que mirar, haré el aseo de la casa, bailaré con la escoba y el trapeador, pondré las cosas en su lugar y entonces, sólo entonces, será menos tiempo para decirle: “¡Qué bueno que ya llegaste!”