He dejado de ser uno de los pocos chilangos que no han ido a Acapulco. La gracia de la premiación rompió uno de tantos récords personales. Claro, no me interesaba conservarlo. Como buen citadino sueño con la libertad económica para dejarlo todo atrás y vivir haciendo artesanías, o trenzas, en algún pueblito costero. El sueño común de, al despertar, admirar los amaneceres como si el sol se escondiera bajo el agua para al día siguiente, aparecer risueño detrás de las montañas al otro lado. Fui a esa playa, tan mítica y legendaria, siempre mencionada por los borrachos aventurados o los adultos traviesos como el escape obligatorio del fin de semana. No es raro, al menos no lo es para mí, toparse con estas historias:
- Salimos de la disco (ajá) y alguien preguntó qué queríamos para desayunar. Entonces alguien dijo ¿por qué no desayunamos unos mariscos en Acapulco? Pues agarramos el coche y vámonos, todos crudos y cenicientos, despeinados, deshechos, molidos. El piloto iba como un bólido. Hicimos hora y media en llegar.
- Le decía a mi papá: Voy de fin de semana a estudiar porque tengo un examen muy pesado. Agarraba el coche y me iba a la playa. Las dos noches, a asolearme, a pasear, a tomarme las chelitas…
- Le digo a mi esposa ¿Oye, y si nos vamos a Acapulco? Salíamos muy noche para llegar en la madrugada. Nos íbamos despacio. A las seis estábamos buscando hotel, desayuno y ya nos sentíamos listos para empezar el fin de semana tranquilos.
El camión, de ida y de vuelta, fue emocionante. Miraba a través del mapa del iPhone la distancia que nos faltaba. Me bastó para distraerme, al menos, una hora. Después me di la vuelta y me dormí. Benditos los camiones que pueden extenderse como si fuera una cama. Sólo en esos duermo. He viajado tanto en los camiones para masoquistas…
Sol se distrajo con las películas. Al menos pasaron tres.
El calor de Acapulco se me hizo extraño, muy intenso, poco amable. No había sentido un calor así: Ni en Villahermosa, ni en Ciudad Victoria, que son las dos ciudades más calurosas que he visitado. Mis pies, demasiado sanos, se quemaron fácilmente con la arena. Llevé a mi hermano para que nos golpearan un rato las olas. El placer de meterse justo en la línea media, entre la playa y el agua salada. Somos un filtro donde pasan los designios de la naturaleza.
Fuimos con mi familia, para festejar, a uno de los restaurantes lujosos de Acapulco. Se llama el Zibu y es un lugar de comida mexicana, y tailandesa. La vista era impresionante, los almendros chinos que adornaban el lugar preciosos y la comida una verdadera delicia. Es la primera vez que le tomo fotografías a los platos para conservar un registro, como si con ello pudiera extender la felicidad del paladar más tiempo.
Aída Espino me dio el libro con el que ganó el María Ocampo, unas pintorescas loterías estatales que organizó con unos pintores y un bonche de revistas literarias que, nada más de verlas, se nota que son un pedazo de historia. Contienen gemas según veo los títulos, y los subtítulos. Daniel González Dueñas me compartió su libro: “Ónfalo”. Ambos firmaron sus libros, mientras seguían platicándome de Lotófago, de la historia del concurso, de los proyectos culturales de la Ciudad de Acapulco y de historias pasadas, con revistas literarias y la incansable lucha por mantener la cultura viva. Por momentos no sabía que decir y mejor escuchaba. Hay tantos misterios en el juego de las ceremonias, y de los premios, que todavía no comprendo. Me costaba disfrutar los halagos aunque se me escapaba la sonrisa. ¿Quién puede escapar fácil de las garras del elogio?
En la cena después de la ceremonia, hablamos de Ulises y de Argos. Argos… ¿Memoria de Odiseo? ¿O reflejo de Odiseo? ¿O el destino roto de Odiseo? Son cosas que todavía me rondan la cabeza. Quizás algún día escriba un ensayo.
En las noches, muy noches, de insomnio, salía al balcón a fumar, escuchar las olas, tuitear, ver los balcones ajenos. La primera noche pensé: Seguro ahorita agarro a algunos vecinos durante la travesura. Me tuve que conformar con un grupo de jóvenes borrachos con una guitarra, que cantaban alrededor de una fogata. Acapulco es Acapulco, supuse.
La travesura no sucedió hasta la siguiente noche, que en el edificio de a lado una pareja joven se animó a coger en el balcón. Ella se subió la falda, se sentó sobre el hombre, tuvieron sexo rápido y honesto, furioso, sobre una silla de plástico blanco. Ella gritó un par de veces, se escuchó hasta mi balcón. Ojalá tuviera cámara, pensé, pero el profesionalismo en mi oficio de mirón ha disminuido bastante desde que vivo en Puebla (quién sabe por qué). Cuando terminaron, el hombre se levantó semidesnudo de la silla y se metió a la habitación, ella se acostó en el balcón, con las piernas juntas, mirando mitad de techo y de luna. Dejé de mirar. Encendí un cigarrillo y también contemplé la luna, el mar. Cosas pasan cuando uno injuria a una diosa.
El Ritz ya está viejito, pensé, tal como lo dejó Mauricio Garcés (aunque, al parecer, tiene una historia de mudanzas. Al menos conté dos edificios de Ritz abandonados). Con algo de música de surf y fácilmente viajarías en el tiempo. Algunos niños tenían pequeñas tablas de surf para hacer como que podían dominar las olas. A mi esposa le daba risa como se caían, como neceaban con las olas tan breves y pequeñas. Los niños tienen que jugar. ¿Qué otra cosa se puede hacer cuando tienen mar, si no soñar con dominar a Neptuno y sus achaques?
Si no han leído el cuento, pueden hacerlo aquí. Finalmente, comparto el discurso que escribí para aceptar el premio.
Releía la Odisea y me conseguí un perro. Recuerdo mi primera lectura: la Odisea me dejó un sabor amargo en la boca. En ciertos cantos, Ulises terminaba con una frase similar a esta: “Perdimos muchos compañeros, y con el corazón vencido, proseguimos el camino”. Recuerdo los llantos del héroe, su tristeza cada que perdía compañeros por la necedad, o la traición. También recuerdo el tedio de la tripulación por haber viajado durante tantos años. Cada que conseguían un botín, pasaba una nueva desgracia que los despojaba de los tesoros, del oro, de la gloria y los alejaba, otra vez, de Ítaca. Ulises simplemente lloraba la necedad y la traición de sus hombres. Al ser un héroe, poseía una misteriosa noción de los designios divinos. Luchar contra un dios, contrario a lo que sucede en las películas, sólo trae desgracias y venganzas. Quizás en eso consiste el heroísmo, a la manera de Ulises: Una paciencia inexorablemente humana para soportar, sufrir con elegancia, el castigo.
El perro que me conseguí es un sabueso, de raza basset hound. Es un perro pequeño con los huesos densos, de orejas grandes para no distraerse con los sonidos y ojos tristes para incitar a la ternura de sus dueños. Es una raza diseñada para navegar fácilmente entre los arbustos. Su nariz es todavía más potente que la de otras razas, tal vez el doble o el triple. También fueron diseñados para ser necios. Que feo suena decir que diseñaron a un perro pero es la verdad. Unos monjes aburridos necesitaban perros con la fuerza de una raza grande, pero lo suficientemente pequeños y necios para perseguir tejones. Cualquier entrenador te dirá que un basset hound es un idiota, un tonto, imposibles de educar. Mienten. Son chillones, pero muy listos, obedecen bien fácil si tienes un huesito entre las manos. Aunque parece que duermen, están soñando como robarse la comida, donde hacer agujeros para guardar los huesos. Cuando su nariz encuentra algo, ninguna correa o cadena les impide seguir olisqueando hasta satisfacer su curiosidad. Son capaces de jalarte a los abismos con tal de robarse un pollo. Son algo rencorosos, y comodinos. Ahora que lo pienso… Mi perro se parece a Odiseo: Un mentiroso, un engañador, un necio.
En mi tercera lectura de la Odisea, llegué al canto donde Ulises finalmente regresa a Ítaca. Un sirviente lleva al héroe, disfrazado de viejo, a la entrada del palacio. Entonces aparece Argos, el perro fiel del rey. Lo describen como un saco infestado de pulgas, a punto de morir. Su porte de perro cazador, un perro trofeo, estaba carcomido por los años que esperó a su dueño. Pensé en mi propia mascota. Recordé nuestros paseos de una hora diaria, donde compartimos el silencio, el placer de buscar basura entre la yerba. Como le saco del hocico los huesos que algún paseante distraído y poco consciente, tira por las banquetas. Siempre los encuentra, y no siempre puedo quitárselos de los dientes. Ulises rompió en lágrimas, otra vez, cuando se encontró con su perro. Le cayó el veinte cuando apreció, con la efigie de su fiel compañero casi muerto, el tiempo que tardó en llegar a Ítaca. Argos se levantó para acercarse y lamerle las rodillas. El último gesto de fidelidad, de honor, de gozo. El rey había regresado. Argos, finalmente, murió en paz.
No me bastaban unas líneas. Tampoco me bastaba la fidelidad de Argos. Mi perro es fiel, pero también se enoja cuando no lo llevo conmigo. Mi perro, a pesar de sus orejas ridículas y sus ojos tristes, también posee el instinto lobuno de la libertad y la caza. Quise depositar en Argos toda la amargura de una espera, la locura de un olor imposible de quitarse (la sal), el dolor de un aburrimiento que parece durar el infinito y no encontrar piedad, siquiera, en la posibilidad de la muerte. Escribí un homenaje a la espera, escribí el momento gozoso que significa encontrarse con alguien, después de mucho tiempo, y esta persona te cuente aventuras increíbles, mientras tú, por una parte, apenas un resquicio, masticas dolido, porque no te llevó, porque no pudiste viajar con él cuando antes no podía separarse de ti.
Quiero agradecer al jurado: Ana Alonzo, Praxedis Razo y Daniel González Dueñas. Agradezco al comité del concurso, a los organizadores y a la ciudad de Acapulco. A mi esposa, que soportó mis desvelos al haber cachado un aroma y me dediqué a perseguirlo durante varias noches. Por supuesto, le doy gracias a mi perro, aunque preferiría un hueso, que me enseñó no sólo la lealtad, también el rencor primitivo del abandono. No soy como Ulises. Espero que no se haya olvidado de mí cuando regrese a mi modesta Ítaca. También agradezco a José Agustín, quien me ha acompañado en muchas de mis lecturas tempranas y todavía recurro a sus libros cuando necesito despojarme de tanta seriedad. Decir las cosas como son, chingado.
Pienso, curiosamente, que Lotófago muestra a Ulises y Argos como un par de ciudades desiertas, las cuales tuvieron que desafiar a los dioses un momento para recuperar el río amoroso en su corazón. Gracias.