Tenía un primo, de la misma edad que yo, cuyo padre tenía como afición la carpintería. Al primo le llamábamos “Guillotina” porque le pidió una vez a su padre que le hiciera una pequeña guillotina donde cupiera la cabeza de un animal. Por el ambiente en el que vivíamos, o por la sorpresa de que un niño pidiera algo así, le concedió el deseo su hijo quien entonces tenía once años. El padre, tal vez para descubrir los propósitos de Guillotina, trabajó con él y le enseñó la importancia de las herramientas, le enfatizó el respeto que se le debía tener a cualquier objeto filoso y le platicó de su abuelo quien había perdido tres dedos usando mal una sierra y que por ello, ya no tomaba café porque le era insoportaba no poder agarrar el tarrito de cerámica. En ese momento de padre e hijo, Guillotina aprendió carpintería, aprendió la importancia de las herramientas y aprendió a diseñar cosas en su cabeza. Aprendió muchas cosas. Después de terminado el artefacto fue por una caja de cartón que guardaba bajo la cama, sacó a una rata y el padre miró, con algo de horror, fascinación y morbo, las moronitas de pan que escaparon a la mesa y luego como su hijo acomodó la cabeza del animal en la guillotina y la ajustó.
–¿Por qué? –preguntó el padre.
–Porque es una rata y las ratas se comen lo que es de la casa.
–Pero pudiste matarla con un palo, pudiste patearla, ¿por qué… algo así para un animal?
–Porque así pienso que sufrirá menos –dijo Guillotina–. Una muerte debe ser rápida y sin dolor, ¿no padre? –Y sin permitir que él le respondiera la pregunta, accionó el mecanismo y el padre de Guillotina, y Guillotina, miraron como la navaja cayó y atravesó como un resplandor el cuello del animal. Escurrió muy poca sangre que terminó por manchar la mesa de carpintería y la cabeza cayó suavemente, como un pedazo de algodón que se desliza dudoso por el aire. Mi primo fue por una bolsa, depositó los restos del animal y esa noche, durmió tranquilamente. Sin embargo, el padre, se sentó a mirar a través de la ventana, con un cigarro y un café humeando, e igual que el resto de la familia, empezó a tenerle un miedo perpetuo a Guillotina. Ahora que soy un cacto, ya no le temo. Él fue quien me despojó de vida humana. Ahora puedo entenderlo y perdonarlo, después de todo… estábamos destinados a enfermar más rápido que el común denominador humano. Si no te digo el nombre de Guillotina, es porque te estoy protegiendo. Así como no te digo el nombre de mi padre y de mis tíos, quienes se dedicaban a traficar. Ese ambiente carcome, yo me enamoré de una perra y Guillotina aprendió a matar, rápido y sin dolor, pero a matar.
Guillotina era un niño silencioso que se la pasaba encerrado, leyendo, así como tu. Nada más que su gusto siempre fue más serio y leía libros de historia, se bebió las Cartas de la Revolución, se aprendió la biografía de Napoleón de memoria, se orinó encima de Marx, cosas así, cosas que hacen los chamaquitos que no tienen tiempo de digerir miles de años de antigüedad, pero siente que lo hacen y siguen tragando más y más. No fue que hasta sus veintes empezó a salir conmigo y con otro par de amigos, y para olvidarnos de dónde venía el dinero, nos lo gastábamos en mujeres, uno que otro carrito anual, cámaras digitales y celulares. Ese era nuestro poder de decisión, cómo aprovechar el dinero que habían hecho nuestros padres en un negocio en el cual se habían metido, y no podían, ni querían dejar por la comodidad o por ve a saber tu qué. Y no había ninguna bronca, en nuestro estado (y mientras menos detalles sepas mejor), era común que Guillotina alzara su dedo y tocara a quien quisiera dónde quisiera, por ejemplo a una pobre mujer, mientras Guillotina bailaba, le bajó la falda con un sólo dedo y nadie respondía, nadie hacía nada, ni siquiera ella dijo nada cuando vio quien lo hizo, nosotros solamente pudimos reirnos, pedirle amablemente que lo dejara por la paz y nos alegrábamos de verlo contento, le invitábamos otra copa y buscábamos otra mujer u otra fiesta, porque el momento en que Guillotina se ponía serio era terrible, no sabíamos lo que podía pasar. Yo no sabía nada del negocio, yo me alejaba de él, sin embargo Guillotina lo sabía todo, él estaba mucho más informado con mi padre que yo y de repente, me contaba cosas y me recalcaba la importancia de la familia, de la lealtad y siempre terminaba sus frases con un: “Es lo que no separa de las ratas” y asentía, solemne, sonriendo, dándome palmaditas en la espalda.
Durante meses escuché los rumores de como mi padre utilizaba a Guillotina como su sicario y escuchaba con detalle los asesinatos, las torturas, los artefactos. Porque, si bien es cierto que la primera vez que mató lo hizo rápido y sin sufrimientos, tengo que recordarte que su primera víctima fue una rata y que a las ratas les tenía… piedad. Si a Guillotina le llamaban para matar a otro ser humano, se sabía que era por una traición o por abuso de confianza, y en ese caso no se le podía pedir misericordia. Nunca vi como asesinó a otro ser humano, siempre escuché de segundas bocas, eso me permitía el beneficio de la duda, eso me permitía salir con él algunos fines de semana y mantenerlo contento, porque igual que su padre, cada que escuchaba otro asesinato cometido por Guillotina, me prendía un cigarro y le dedicaba un par de horas a la ventana, viviendo con el temor de si algún día me mataría a mí por alguna estupidez. O peor aún, que su mano divinal, quien tenía el derecho de decidir la vida o la muerte, se hiciera demasiado fuerte y hubiera una guerra interna entre mi padre y él. Entre yo y él. No fue hasta más tarde que comprendí que después de todo Guillotina me quería bien, me quería mucho, y por el simple hecho de que nunca le había traicionado a él o a la familia. Porque de alguna manera, sus ojos y sus libros de historia, le permitían prejuzgar el temple de un individuo.
Mientras dormía, tuve pesadillas con él.
El último rostro que miré mientras estuve vivo fue el de Guillotina. Ya no tenía manos humanas, él me había despojado de ellas y estábamos los dos, en un desierto, pero ni el calor se notaba, sudaba tanto y tenía miedo. Guillotina y dos hombres más, que me sostenían para que no echara a correr. Guillotina cavando mi tumba, preparando cloroformo y los ojos enrojecidos porque había llorado muchísimo. –No pude contigo primo, la verdad no pude –dijo él–, te voy a envenenar y después te voy a enterrar. Discúlpame manito, no pude, en serio, discúlpame… siempre te quise carnalito, y nunca nos traicionaste, fue la pinche vieja, estoy seguro de ello, pero ya ves que tu papá manda… lo siento de veras. Y la pala, hundiéndose con cada jadeo, cada pausa, cada frase que me soltaba y yo sentía como se me iba la sangre por las muñecas, y el sudor tan frío, y trataba de imaginarme el calor sofocante, y después Guillotina terminó de cavar mi tumba, y no recuerdo a los otros dos hombres, y que tapa la nariz, que me echa veneno para ratas por la boca …
Y aquí estoy.
Índice
- La trágica historia de Bob, el cacto
- La lujuriosa historia de Bob, el cacto
- La guillotinada historia de Bob, el cacto
- La inspiradora historia de Bob, el cacto
- La esotérica historia de Bob, el cacto
- Los recuerdos digitales de Bob, el cacto
- La dudosa batalla entre el árbol y Bob, el cacto
- El último placer culpable de Bob, el cacto
- El sueño finito de Bob, el cacto
Créditos
Foto de Chukustako.
Este cuento forma parte de los fotocuentos que estaré escribiendo en este blog. Si quieres formar parte o enviar una foto, lee este post.