En algún tomo, después de miles de palabras, en la búsqueda del tiempo perdido escrita por Proust, el Narrador revela una verdad importantísima: “Albertine es la diosa del tiempo”. Hasta entonces, el sueño espeso del primer tomo que comienza con el beso anhelado de su madre, antes de refugiarse en el sueño, era simplemente el capricho de un niño. En ese pequeño fragmento, un golpe a la intuición, decir lo que es (porque tiene que hacerlo, no puede dejarlo así nada más, no después de todo el tiempo que narrador y lector han compartido un largo camino), ofrece un nuevo sentido a la obra.
Un dios no existe hasta que es nombrado. Dios existe hasta que el hombre encuentra en su consciencia el camino metafísico capaz de justificar la existencia de ambos (creyente, divinidad). Se escribe el primer párrafo de un credo que define sus alcances, sus milagros, libaciones para arrojarse a la fe. Una cómoda definición de reglas para vivir con la suposición de la justicia, del honor, de lo correcto. Por supuesto, también su contraparte en las travesuras que cometemos, unas peores que otras. ¿Qué pediría una diosa del tiempo? Supongo, sencillamente, que su presencia no sea desperdiciada. Su truco maligno estaría en la balanza, al final de la vida, preguntándote qué tanto recuerdas y qué tanto de tu tiempo sirvió para esa nebulosa llamada: “algo” y ese “algo” como “lo importante” y lo importante como “en lo que crees de veras”.
O quizás te pregunte si jugaste lo suficiente.
Tiempo y memoria van de la mano. No existe el pasado si no somos capaces de reconstruirlo a nuestro antojo, asomarnos por los cimientos que nos llevaron hasta el lugar donde estamos. El tiempo, el presente, puede ser prisionero de un reloj, podemos observarlo segundo a segundo, pero generalmente acabamos usando el presente para explorar los caprichos del pasado y las angustias de un futuro (muy probablemente) inventado. El presente es ese preciso instante donde nos preguntamos si contestarle que sí a la muchacha cuando nos pregunta si queremos papas o refrescos más grandes por sólo cinco pesos.
El tiempo, pasado y futuro, son nudos de una ficción que conforman la novela de una vida. El presente es la máquina de escribir, una ilusión instantánea presentándonos traviesamente una multitud de caminos disponibles para continuar la historia, una perpetua oportunidad para crear nuestra ficción única y personalísima, estabilizar los cimientos, adornarla de flores y macetas, pequeños cuadros o quizás pintar de negro sus muros por las deudas, las preocupaciones, los dolores del cuerpo cada vez más comunes.
Los griegos tenían a un Dios para el tiempo. Mejor dicho, es un Titán. Cronos, el monstruo que se comía a sus hijos tan pronto parían por el temor de una profecía. Irónicamente, por supuesto, no puede ser de otra manera, uno de sus hijos logra sobrevivir por argucias de la madre y es quien derrota a Cronos. Ni siquiera la madre es perdonada cuando todos los titanes quedan relegados a la oscuridad, dioses viejos e incapaces. Zeus prevalece, dios del trueno y de la perpetua coquetería, y libera a sus hermanos. Se me ocurre que en ese instante, cuando a Cronos le rajan la panza y sacan de ella a una multitud de dioses, el tiempo se divide en tres principales para los griegos. Los hombres dividen su tiempo en la vida terrenal (Zeus), los viajeros ofrecen su tiempo al mar y sus funestos humores (Poseidón), y finalmente dejan de luchar para entregarse al sueño del Inframundo (Hades). No existen los minutos, los segundos, las horas. Así el hombre consigue construir su tiempo en etapas.
Dios y Cristo son muy malos para manejar el tiempo, todo consiste en el sufrimiento hasta que nos ganemos una de dos entradas: Paraíso e infierno. La vida terrenal, tanto el espacio como el tiempo, lo dejaron a nuestro criterio. Bien hecho. Ahora luchamos con el sentido del tiempo, de como los días cada vez son más cortos, de como desaparece un minuto de tiempo con cada rotación terrestre (porque la Tierra se acelera, son las leyes del Universo que las divinidades, como los hombres, no tenían contempladas hasta hace poco).
Tenemos el tiempo para hacer lo que deseemos con él: Atenernos a la métrica clásica, dividirlo en cómodas quincenas de sueldos y facturas, en los desayunos con la persona deseada, en los días correspondientes para darle gusto al cuerpo con el alcohol o el sexo, en listas musicales o lo que dura una película, en proyectos de algunos meses, en semestres de horarios escolares, en una tesis que lleva muchos años escribiéndose, en lamentables sexenios presidenciales, en los meses que dejamos el cigarrillo y lo volvemos a retomar.
Quizás no existan los dioses del tiempo pero somos creyentes, aquí seguimos aún sabiendo que en algún momento se puede terminar.