Reconoció al último sacrificio por la sonrisa que tenía enfrente. Ojalá hubiera leído la ficha. Al menos estaría preparado. Aquella persona le obsequió una sonrisa, por ratos, andrógina y también de una tristeza inconmensurable. Miró su aspecto desgarbado, sus ropas rasgadas y sucias; su cabello antes largo, y hermoso, ahora era corto e irregular; sus senos caídos y hambrientos como su mirada. Ella se alegraba (sus ojos se encendieron, quiso creer Mateo) de verle aunque se rascaba las muñecas como si tuviera un animal dentro de las venas que no pudiera sacarse de adentro.
—Dejará manchas de sangre en el piso —pensó Mateo—, pobre de la gente que deba limpiar.
Mateo había escuchado rumores de las otras habitaciones dentro de la mansión y de los edificios, especialmente los edificios. No eran para cualquiera. Aunque eran rumores para que los carniceros pasaran el tiempo libre contándose historias, Mateo no dudaba que hubiera algo de verdad en ello. Mateo supuso que ella cayó en alguna de las peores habitaciones y su vida se rompió.
—Fue un error venir aquí. Fue un error separarnos. Si no te hubiera dejado aquella vez…
—Calma, calma ya.
—No voy a pelear. Haz lo que debas hacer.
—¿Tan tarde es?
—Y un poco más.
Casiopea, ahora en su bolsillo, advirtió a Mateo que se encontraba próximo a Nico. Empuñó el cuchillo como había hecho tantas veces, la abrazó por detrás y, después de besarle la nuca, hizo el bien dominado corte en el cuello que le había ganado tantos halagos. Todo pasó rápido y sin gallardía, sin tristeza. Filo entró a felicitarlo por su último trabajo. No quiso mirar atrás para ver como se desangraba el cuerpo.
—Felicidades. Ya formas parte de nosotros. Ahora puedes elegir si deseas trabajar al servicio de los clientes o si deseas salir para seguir explorando la mansión. También puedes quedarte como carnicero, como yo, que llevo once años trabajando aquí. Es tu decisión. Tienes un día para escoger.
Mateo se retiró a su dormitorio. Esa vez no pidió nada de comer aunque le llevaron un muslo jugoso el cual mordisqueó sin mucha hambre y decidió abandonar porque la cabeza no le dejaba comer. Ahora podía salir a vivir, ampliar su experiencia y después de su trabajo, sabía, estaba preparado para cualquier cosa, muchos peligros, al menos el peligro humano que, no dudaba, abundaba en la inmensidad de la mansión. ¿Y no había perdido su humanidad en el proceso? Qué fácil le había resultado el trabajo de carnicero. ¿Cuándo dejó de dudar? Si no hubiera matado a esos primeros con los ojos vendados, jamás se hubiera creído capaz de matar a otro. Si salía de aquella prisión blanca manchada de rojo carmesí, de aquel restaurante autosuficiente y lúgubre, ¿cómo podría salvarse de matar a la gente? ¿Cómo haría para no verlos igual que reses mientras discuten, y beben, y platican, y ríen, y aman? Con qué facilidad había matado a Nico (recordó su sonrisa dulce, finalmente Casiopea condenó a Andrómeda una vez más), ¿qué esperanza tenía de vivir lo que había allá afuera? Suspiró harto mientras observaba la pantalla de Casiopea y luego el plato que había dejado. No tenía ánimos de tomar otra decisión imprudente.
Mateo se levantó y, por un repentino ataque de hambre, se acabó por completo el muslo.