Recordaba a su último “Otro”, como sus colegas los llamaban. Un zángano duro, fuerte y hábil. Las ventosas en su rostro parecían deformársele en un par de sonrisas desagradables, retadoras. Mateo, con el cuchillo de carnicero en la mano, esperó a que el Otro avanzara pero éste no tenía ninguna prisa por morir. Se estudiaron mutuamente. Mateo dio los primeros pasos. Entonces la criatura saltó sobre él, como un animal que esperaba paciente el primer error de su presa, y Mateo sintió los duros golpes de cuatro puños en el estómago. Luchaba por recuperar el aire y el equilibrio, la criatura tomándolo de los brazos y empujándolo contra los muros.
Entonces Mateo pudo escucharlo: una voz grave y lenta que taladraba su cerebro. Era novedoso qué, además de golpearlo, esta vez también le hablaban. De aquellos, sólo conocía sus gritos y sus gemidos. Creía poder entenderlo si se daba el tiempo, si no moría por los golpes, las costillas quebradas, la hemorragia interna que, apostaba, ya se estaba acumulando en su vientre.
La suerte se apiadó de Mateo cuando, en una pausa de su adversario, pudo dar la primera puñalada en el redondo estómago del animal. Ah, animal, esa mala costumbre de llamarlos así. Se limpió el sudor y la sangre con un puño. Antes de que la criatura pudiera caer, se abalanzó sobre ella y utilizó su cuchillo. Apuñalaba torpemente, pero servía, sólo tenía que herir los lugares indicados. El Otro se debilitaría paulatinamente y luego Mateo acabaría con el trabajo.
Mateo recibió un último puñetazo en la cara, con la debilidad de un ruego sucinto, y el Otro se sumió en la inconsciencia. Mientras lo mataba, se preguntó cuántos datos estaría recabando Casiopea de su lucha y si servirían de algo. Si alguien, detrás de las cortinas, estaba estudiándolo.
—¿Cuánta sangre habré perdido? —se preguntó después de dar el último golpe.
Filo lo recibió del otro lado, tenía a Casiopea en las manos. Se la entregó y él la recibió con las manos ensangrentadas. Ya puedes irte, le dijo, en una voz que sonaba ajena y que apenas se distinguía por encima de lo que el animal trataba de decirle. Ah, animal, otra vez. Mateo no podía irse, no así. Tenía que saber pero no estaba seguro de que podría matar a una de esas criaturas otra vez.
Ellos hablaban. Decían algo. Pensaban, imaginaban, rogaban y si podían hacer todas estas cosas, seguramente temían a la muerte.
Nico y Dalila parecían una ilusión lejana, irreal y que pronto terminaría por olvidar. “Por su bien”, se dijo y una pregunta grave, lenta, se posó en su espíritu: ¿por el bien de quién? Caminó a su cuarto ignorando la enigmática mirada de Filo, se retiró al delantal manchado y resolvió que se quedaría ahí, trabajando en silencio, igual que los mudos, igual que los grises, aquellos que atendían a la gente detrás del mostrador, el tiempo que fuera necesario. Tal vez en el silencio podría sanar su alma rota y herida.