Sacas el revolver, el sonido del martillo hace voltear a los chicos y despierta al viejo de las gafas redondas. La detonación hace su trabajo: la sangre del niño llamado Mateo (según el dossiere que te dieron) mancha los libros viejos y el rostro de la muchacha. Ella abre los ojos, abre la boca, pero no sale ningún grito. Orson (supones que es él, sí, el mismo dueño de la librería) desde detrás del mostrador grita unas palabras y, cuando volteas, ya te está apuntando con una escopeta. No evitas una carcajada, tenía que ser, alzas la mano para tratar de tranquilizarlo pero él lo interpreta como un gesto de agresión. El disparo es a quemarropa, el impacto te avienta varios metros sobre los libros, a la derecha del cuerpo de Mateo. Ojalá alguien te hubiera dicho que este era el último caso. Te hubieras vestido mejor o hubieras comprado un mejor whiskey, anoche, para celebrar.
Cumpliste tu misión.
Te dijeron que debías matar al chico para que ambos fueran inmortales y pudieran atravesar la barrera. Te explicaron la existencia de otro mundo, un mundo donde no todo es resolver casos, emborracharse y recordar a tu esposa muerta, al hijo perdido. Un mundo donde las calles no están en tonos cafés y deslavados, donde los dueños de librerías no tienen escopetas, donde los autos siempre están a punto de matarte por cruzar las calles al perseguir a alguien. Sí, ellos vinieron y te dijeron: “Mata al chico y saldrás de esta historia”. El pecho te arde, sientes como la sangre abandona tu cuerpo. Con la mano débil sacas un cigarrillo. Por fin, la chica está gritando. Se oyen las sirenas de la policía. Mata al chico. Saldrás de esta historia. Cierras los ojos. Fade to black. Fats Domino canta: Ain’t that a shame. ¿Y si te engañaron? Es muy tarde para eso. Tus últimos segundos sientes una paz. Qué curioso.