Publicar en librerías virtuales es uno de los procesos más difíciles y cansados con los que he tenido que lidiar. Quizás debería ser una experiencia obligatoria para todos los jóvenes escritores: de ese modo sabrían lo importante que es una editorial y, quizás, así buscarían (o fundarían) editoriales que también estén atentas al mundo binario.
Este año tomé la decisión de reeditar varios de mis libros. Dedico parte de mi tiempo a una pulida meticulosa de material y los publico, o subo una edición más actualizada, en Amazon para aprovechar la entrada de su portal mexicano. Ha sido un año lleno de aprendizajes y de revelaciones. Editarse, recortarse, revalorarse a uno mismo es un infierno pero eso ya lo sabíamos (¿o no?). También están las cuestiones de la maquetación (los libros digitales tienen su chiste. Mi esposa ha manejado esa parte del truco y, cuando hablamos de ello, me da miedo porque parece una erudita de un tema lejano, incomprensible, retorcido), los derechos (prefiero el copyleft, no por chairo pero por salud), las portadas (las cuales son una saludable fuente de ingresos para fotógrafos y diseñadores) y un montón de cosas más. Otros misterios incluyen, por supuesto, los aspectos administrativos.
Publicarse uno mismo, en una librería digital, es un paraíso engañoso. Es el oasis que aparece repentinamente en un desierto. Además de que las cosas no son tan fáciles como parecen, se hace evidente el mecanismo oculto para que la venta de un libro funcione (ya no hablamos de la creación, sino del mercadeo). No lo abandono porque creo que es una faceta indispensable no sólo para los escritores de mi generación, sino de las generaciones que siguen. Lo que disfruto, y me asombra hasta el momento, son los lectores accidentados que llegan a mis libros y me escriben (buenas cosas, malas cosas o cosas, nomás). Al menos, paradójicamente, a través de impulsos eléctricos tenaces, parece que me he acercado mucho más a mis lectores.
Pero, de por sí, el mundo editorial de carne y hueso es complicado en cuanto a la percepción del libro, el binario todavía lo es más. Es decir: el mercado, de algún modo, se encarga de devorarse a sí mismo. Los demasiados libros (sí, pues, Zaid) que el mismo mercado se encarga de construir en una columna frágil y espantosa. La torre de Babel pero, quién sabe por qué, nadie nos ha castigado. Fisgar la mesa de novedades ofrece al lector una oportunidad de sentirse relevante y actualizado. Recoger todos esos nombres para, quizás, atrevernos a la compra de uno o de dos, construye la ilusión de que no nos estamos quedando atrás en un paraíso cultural, letrado. Además poseer físicamente el libro y acariciarlo, para ciertos lectores, cumple un rito necesario para reafirmar y gozar su lugar en el mundo: el libro como un fetiche y las letras impresas son como poseer un diente, un mechón de cabello, un apéndice del mismo autor. Si tengo el libro en mis manos poseo a la persona que lo escribió.
¿Entonces qué pasa con un libro repartido en un montón de servidores, de teléfonos, de computadoras? No lo sé. La posesión impersonal puede desencantar al lector (de este continente). Creo que la única manera de superar esa barrera es que cualquier escritor que se decida a publicar algo en Amazon, o alguna otra plataforma virtual de autopublicación, pues sea más incisivo con su propia obra que si la fuera a mandar a un concurso o a un dictamen. Quizás no consiga atravesar la barrera del fetiche (truco del mercado número 37) pero, al menos, dará a su lector en algo qué pensar y quizás ese lector sea amable, y aunque diga algo como: “me parece bastante bueno para ser autopublicado”, quizás, además, comparta la obra.
Una de las metas más nobles (o mamucas) de un joven escritor (y algunos que envejecen, como aguacates, con esa idea) es crear una obra maestra. Si han jugado los Sims 3, para que un monito pueda escribir una Obra Maestra tiene que antes haber escrito 25 libros. El jugador, pues, tiene que ser testigo de como ese monito está sentado sobre una silla, frente a su computadora, escribiendo 25 libros durante los días simulados y verdaderos que ambas vidas permitan. Algunos monitos de los Sims, además, tienen la capacidad para trabajar esa obra con cierto grado de perfeccionismo así que los tiempos se duplican, se triplican. Los años computadora se traducen en horas de vida. Qué fácil. ¿No?
Las Obras Maestras, de un tiempo para acá, también son otro truco del mercado. La academia está trabajando duro para seleccionar los libros que todavía nos hacen pero, también creo, los libros que nos hicieron ya están ahí, en internet, sea que alguna universidad los regale en PDF o sea que el proyecto gutenberg los tenga digitalizados. Aclamamos y olvidamos cada vez más rápido, tan rápido como podemos recoger con la mirada todos esos libros en la mesa de novedades, y aunque así lo creemos, no tenemos cabeza para tanto. Me tranquiliza, sin embargo, que resolver este dilema no es la tarea de mi generación sino la tarea de unas cuatro o cinco generaciones en el futuro. Y, quizás, si tengo mucha suerte, como sacarse el melate (y qué importa, para entonces ya estaré muerto), por algún motivo tendrán cualquiera de mis libros en su espacio de memoria.