En la antigua y honorable República de Cojime, mientras el presidente le enseñaba a su esposa a jugar a los carritos con un puñado de micro machines, una día se levantó el gobernador de Vera Vera y ordenó a sus muchachos que organizaran todo para hacer una conferencia. Los reporteros, más tarde, comentaron entre ellos que esta era una conferencia especial, pues el gobernador de Vera Vera usaba su corbata de rayas rojas, la cual lo hacía verse más guapo y más delgado (sic), y si la luz de la tarde y el retoque de los fotógrafos eran amables, usualmente el señor tenía razón. Nadie imaginaba que detrás del buen humor del gobernador y su semblante inusualmente cariñoso, se escondía una razón siniestra…

(escribiría, pues, algún otro escritor que no soy yo. Además de que no me gustan ese-tipo-de-frases que cierran en tres puntos, quizás convenga decirles que esta historia la cuenta una de mis versiones alternas, la que vive en Cojime, y si yo no confío en mí mismo después de unos dos o tres güiscoles, mucho menos confiaría en el Agustín Fest oriundo de Cojime después de rumiar cuatro o cinco cigarrillos de chocolate).

—Señores —dijo el gobernador—, a partir de hoy declaramos a Vera Vera como tierra de nadie. O Terra Nullius. Ándense pues. Hagan lo que quieran.

Antes de que los reporteros pudieran protestar, reírse o preguntar, verificar o discutir las posibles consecuencias jurídicas de una declaración así, las palabras del gobernador fueron acompañadas por diversos estallidos y la explosión de la tierra. Se abrieron los suelos, salieron un centenar de cerdos y miles de demonios, y empezaron a tragarse a reporteros, militares y guaruras por igual. Yo pude escapar y en un cielo carmesí, espeso y rojo, vi la sombra de un golfo de dieciocho brazos que levantaba los buques de nuestra marina nacional para quebrarlos con sus delgadas manos y por delante de él, montados en burros, cuatro hombres con caras de puerco persiguieron a los viejos y los hombres y metieron sus pezuñas en sus bocas y les preguntaron (retóricamente) si así les gustaba la cosa. Entonces salió otro político, cómo no, porque los políticos siempre está con un pie en eventos de esta índole y con la lengua pronta para arreglar las cosas, y exclamó: “¡Ya basta de críticas sin fundamento! Nuestro país es maravilloso”. Y el gobernador de Vera Vera se arrancó el saco, la camisa, señaló a su compañero y le dijo: “La puritita verdad”. Las lenguas de fuego no sólo se tragaron al gobernador desnudo y gordo, pero también se tragaron a la gente, y a los animalitos, y a las palomas, y pronto los habitantes de Vera Vera empezaron a convertirse en cenizas, y alguien encendió una macro pantalla donde apareció el rostro del presidente, y así nos dijo a todos: “Mira, si no puedes mover el carrito tres veces, puedes photoshopearlo”. Zoom Out al presidente enseñándole a su esposa cómo mover los carritos. Impulso. Uno. Dos. Tres. Yiii. Y la señora nada más pensaba, cuando seamos exes, quizás, algún día celebraremos mi cumpleaños en Cancún, y él me tomará una foto, y yo le sonreiré y todo el mundo nos verá como realmente somos. Pero los pensamientos de la mujer dejaron de transmitirse cuando la diosa Lobuki, volando en su escoba, rompió la pantalla en mil pedazos y mil pares de manos de los mirreyes y numerarias de lobuki se alzaron para pedir la salvación, y ella los miró con compasión y les dijo: “No”. Yo huía por las calles, por el puerto, entre los incendios y miraba el mar chamuscado por el petróleo y la ira, hasta que me encontré al diablo, debía ser él porque tenía cuernos y dientes chuecos, y quería pedirle ayuda, decirle que por favor me sacara de aquí pero él estaba muy ocupado, estaba chillando, y decía: “Yo nunca contemplé que hubiera tanta maldad en el mundo, yo nunca”, y entonces recibió un abrazo de su hermano, blanco y barbado, y le dijo: “Pues por qué crees que me inventaron, manito, por qué crees”.

(Claro, si el Agustín Fest de Cojime tuviera un poco de sensatez, en su última visión incluiría un beso incestuoso entre aquellas dos deidades lejanas, de otro lado, otro universo, pero no la tiene y yo no tengo el corazón para corregirlo).

Entonces la Tierra se abrió más y más, los abismos eran vertiginosos y humeantes, pensé que ya era hora de llevarnos a todos los veraverenses y anexarnos directo para el infierno (pero es que el diablo estaba llorando y ni ese vato nos quería, ¿qué no ves?) y tal vez, más tarde, a todos los cojimensos. Pero eso no sucedió. Y todo ese día no tuve un rato de solaz pues a pesar del escándalo podía escuchar cada uno los chillidos de los cerdos y sus víctimas.

Tierra de nadie / La escuela de los opiliones