Podría hablar de otras cosas en este muro de los lamentos, pues hay muchos temas muy sabrosos que andan como papalotes en el aire. En cualquier momento, se pronostica que alguno nos caerá en la cara, y saldrá el listillo de siempre, se acomodará los lentes, y con una voz atiplada y crocante, exclamará: “Se los dije”. Pero no podemos vivir con el eterno miedo de que eso nos pase; debemos ignorar concienzudamente para ser felices y sobrevivir a la perpetua angustia de que el papalote nos agarre con su cola, y nos haga volar a quién sabe que niveles estratosféricos. Probablemente acabaríamos allá arriba junto a la princesa de los mil años, sí, allá arriba donde también da vueltas el tren del mame.
De unas semanas a la fecha, cuando mi esposa y yo vamos al mercado, nos topamos con un pequeño puesto que tiene verduras frescas. No es un puesto establecido, más bien parece un espacio cedido para que algunos hagan su luchita vendiendo lo que se pueda. Una muchacha tuvo la idea de vender bolsas de verduras picadas para la sopa. Todos los miércoles solía verla con sus cubetas, su cuchillo, mirando al suelo y confirmando, como si tuviese que hacerlo, que cada rebanada de calabaza, chayote y hongo cayera en su lugar. Un día mi esposa se detuvo ahí a comprar un par de bolsas. Desde entonces, la muchacha no deja de buscarnos con la mirada, ciertos días, en la mañana.
Años más tarde, entiendo una pequeña verdad de mi abuela y por qué, algunas veces, sobrevivíamos el tedio del puesto de zapatos en conversaciones largas, a veces mensas, insoportablemente adultas. Es una verdad del vendedor (cualquier vendedor): toda cosa aprendida en tu vida, también es útil para hacer amigos. Hacer amigos, de algún modo, enriquece la vida de las personas que sobreviven vendiendo lo de otros. Es decir, si aprendes a jugar ajedrez, si aprendes a leer libros, si aprendes los pasos de una tradición ajena, si aprendes a dibujar el mismo caballo a fuerza de práctica durante todos los días, puedes usar esa habilidad para iniciar una conversación y enseñársela a alguien más. No presumas, enseña. La gente siempre está dispuesta a aprender, a maravillarse. Enseñar significa amistad. Amistad significa, en algunos casos, una venta. Claro, aprender a saludar y tratar a las personas como si fueran… bueno, seres humanos únicos y especiales, es una habilidad invaluable. Por eso no me pareció extraño que aquella muchacha, de rostro adusto y movimientos toscos, bruscos, empezara a saludar a mi esposa tan pronto nos veía. En breves segundos pregunta cuántas bolsas, qué verduras queremos y nos promete que estarán frescas, recién cortadas.
Pero había algo extraño en los modos de la muchacha y para confirmarlo, durante las preguntas y las transacciones de esas verduras, empecé a hacerme unos pasos atrás para mirarla mejor. Me pretendí un poco ajeno a la situación, como escritor (uy, uy, uy… algún día les contaré de ese actor que me hizo a un lado, y me dijo: “¿Tú eres actor, verdad?”. Escritor. “Ah, sí, tú y yo somos artistas, amigo, mira… mira a todos esos borregos. Nosotros sabemos qué pedo con las tesituras de la realidad”). Mirando a la muchacha, y sus reacciones con mi esposa, descubrí similitudes en muchos cuadros de mi vida, cuando me gustaba alguna morrita, y yo no podía controlar el movimiento de mis brazos, y mis piernas torpes tropezaban, y miraba a los ojos al otro con cierta intensidad de macho, pero macho chafita, como de película bollywood, quizás. Descubrí los tatuajes de la muchacha de las verduras… No es tan joven, recuerdo que pensé, pero parece niña cuando se encuentra con mi esposa. Y empecé a fijarme en las bolsas de las verduras: sí, parecían más frescas, recién cortadas. Hoy le puse un champiñón, dijo un poco tímida alguna vez, pero con una timidez bien expresada, como los niños que gritan las cosas porque sólo así pueden huir del temor y expresar lo que necesitan.
Quisiera conservar la pureza del momento y aunque me hago unos pasos atrás para admirar el sentimiento de la muchacha, también pienso en sus deseos y, exagero porque las te-si-tu-ras-de-la-reali-dad no me bastan, creo que si pudiera robársela, lo haría. Pero la ternura me gana. Y cierta melancolía cuando mis sentimientos estaban menos educados y eran, sí, más básicos, encantadores e imbéciles. Además, hace muchos años aprendí que las personas no me pertenecen y que estos momentos, aunque sean ajenos, o también ingenuos, deben saborearse y que pasarán, inevitablemente terminarán así como finalizan las vidas de los otros (con un martillazo, con una soga y el hastío de la propia vida, con el cáncer, con una acusación injusta), y ciertos sentimientos transmutan, y las palabras entre dos personas no siempre pueden ser las mismas por cómo cambian los significados y el trauma latente de acumular experiencias, dolores, eventos. Esos días, en la mañana, mientras las manos de verduras pasan de una mano a otra, entonces recuerdo cuando ver a una persona que te provoca era un consuelo, un momento brillante y luminoso, una melodía para cargarla contigo todo el día, sin audífonos, sin aparatos condenadamente complicados.