Es más difícil hablar de la lectura cuando siempre la he considerado un camino divino; gracias a mis libros aprendí cosas, aprendí a amar y aprendí otro idioma, aprendí cómo explicar casos complicados de manera sencilla y también aprendí a creer en algunos espíritus, dioses y simulacros mayores. Los libros me han enseñado a explicar mis enojos, mis triunfos, mi relación con el mundo y mis fantasmas. Los libros, por supuesto, me enojan más que todas las cosas porque un número de ellos me han enseñado cuán diminuto soy, cuán lejos estoy de poseer el conocimiento necesario para ser feliz (no quiero poseer una casa, no quiero poseer tierras, sólo quiero la verdad y creo que los libros pueden tenerla).
Cuando enfermé me puse a leer simultáneamente cuatro libros de estructuras y temas variados, hice algunas relecturas necesarias para mantener algo de fortaleza cerebral, y para seguir algunos retos de Twitter. Los leía porque deseaba disminuir el impacto del tratamiento en la cabeza, los leí también porque así podía dirigir mi enojo sobre el pasado y el cuerpo a personajes, a ficciones, a estructuras narrativas, a posibles misterios que jamás voy a desentrañar satisfactoriamente en esta vida. Cualquier libro puede ser un juego mental si uno está dispuesto a romperlo y romperse por dentro. Ahora que la tragedia ha terminado y los impactos de la misma están en otro lado del alma, me he quedado solo con mis enojos y he dejado de culpar a los ecos literarios de mis fracasos. Irónico y saludable, pero quizás no tanto.
No fue hasta hace poco que me dije: creo que he leído suficientes libros, creo que no necesito más. Suena a falacia, pero esta decisión es un poco más complicada de lo que suena. No sabía que podría llegar a esa revelación, incluso pensaba que era imposible decir algo así.
Son incontables los libros que todavía deseo leer pero ya entendí: puede que nunca lo haga, puede que lo mejor sea aceptar que el único libro que me falta por leer es el que tengo en mis manos, en el presente, y que no necesito un libro más para alimentar mis obsesiones, o para descubrir un camino oculto, o para aprender más sobre mis propias estructuras o mi propia voz, mi propia manera de confrontar la realidad a través de un ensayo o la ficción. Los únicos secretos importantes que todavía permanecen están afuera de las páginas y, apropiadamente, amorosamente, los libros han adquirido un tinte más placentero, con juegos menos crueles y dañinos a los que estaba acostumbrado. Nuestra relación se ha vuelto más casual, más alegre. Los libros también me enseñaron a reír, finalmente lo han conseguido. Bastardos.
Tan sólo en mi biblioteca personal, en mi oficina, hay al menos unos 600 o 700 libros que ni siquiera he podido hojear. Soy un esclavo del tsundoku. He aceptado que no podré leerlos todos (así como tampoco podré jugarlo todo). ¿Hay algo más gracioso que darse cuenta que las posesiones comprueban los límites humanos? No me duele, hoy menos; nunca he pensado que mis libros son como mis hijos, pienso que puedo tirarlos al fuego en cualquier momento o que pueden ser abandonados a la intemperie al igual que todas mis posesiones materiales. Primero me daba tristeza, también me enojaba, pensaba en todas las mudanzas estúpidas que tuve de niño pero eventualmente he conseguido aceptar el destino de su espacio físico: convertirse en ruinas o en polvo. Pasarán a otras manos, quizás, y serán felices u olvidados en otra casa, en alguna alcantarilla, en alguna biblioteca improvisada y sencilla.
Los únicos libros que importan son los que permanecen en la cabeza, las líneas que pueden saltar en cualquier momento no sólo para alegrar un desayuno o explicar un escenario, pero también para salvarte la vida.
He leído suficientes libros. ¿Quién diría? Me da felicidad pero también algo de melancolía. Saberse dueño del libro presente, saberse el lector de un último libro, ese que tienes en las manos, lo hace todo más placentero y, ojalá me perdones el lugar común, también amargo. Son los libros los que me dieron esta verdad (ojalá haya más, ojalá): tengo el último universo ajeno entre mis dedos y hoy aprendo que esta puede ser mi última carcajada, o mi último tiempo de escritura, o mi última cena, o el último café que he bebido, la última tarde de domingo que puedo usar para escribir de ti y de mí. Esto debo quitárselo a mis enojos, a mis enfermedades, no permitiré que el cáncer se quede con esto: quienes me enseñaron la fragilidad de la vida, quienes me enseñaron de su naturaleza instantánea y definitiva, fueron todos los libros que he amado y he odiado sin reservas y ellos también me enseñaron a soportar esta verdad, a vivir a pesar de ella.