A Daniel Krumm no le gusta que lo toquen, pero en el mundo presente donde vive, eso es poco menos que imposible porque todos quieren matarlo, violarlo, cocinarlo, desmembrarlo o algo peor. Los monstruos y también algunos otros quieren un pedacito de Krumm. Esas criaturas también quieren los pedacitos de otra gente pero qué sabe Krumm de otra gente, simplemente no quiere que lo toquen. El mundo insiste en acariciarlo, quiere sobarlo y estrujarlo, quiere sobajarlo y zurrarlo porque es un lugar cruel y sin nombre desde que Krumm tiene memoria. En cuanto Krumm presiente que alguien quiere ponerle una mano encima, aprieta las nalgas, manda la adrenalina a los músculos y el cerebro inicia el modo alerta. Krumm piensa, algunas veces, que si su mundo tuviera nombre, que si existieran los países y los estados, las poblaciones y las nacionalidades, justo como lo mencionan en algunos recortes de periódicos arruinados que junta en un viejo cuaderno a modo de diario ajeno, diario de la realidad inexorable, si el mundo tuviera memoria y un registro más o menos decente de su desarrollo, de una economía y de un sistema de vergüenzas y privilegios, quizás, entonces, menos manos desearían tocarlo (al menos lo pensarían un poquito antes de intentarlo, caray) y podría tener energías para sostener un trabajo aburrido de oficina —pero como las de sus novelas: cubículos pequeños y acogedores en altos edificios que desafiaban los cielos—. Ah, cómo sonreía de imaginarlo: un trabajo para contar números, o uno donde compusiera canciones o programara mundos simulados donde otros pobres diablos, como él, hicieran todo lo posible para escapar de los monstruos y que estos no lo tocaran, pero no arriesgaran la verdadera vida, sino que simplemente juntaran puntos por huir, por matar y escapar, en un sistema algorítmico simplón y eso los mantuviera ocupados, contentos y orgullosos.
Si tiene que enfrentarse, supongamos, a un zombie, lo golpea en la cabeza con un martillo de obra, fuerte pero de lejitos; si se trata de bandoleros, quienes son poco conocidos por sus cualidades de sigilo, saca su revolver y apunta para dar dos tiros en el pecho y los cerdos ni siquiera tienen la oportunidad de acercarse a unos metros de él. Puede que se traten de elfos negros, no los blancos y elegantes de las novelas de fantasía que ha leído en las bibliotecas en ruinas, abandonadas, pero diablos chamuscados que hablan lenguajes sobrenaturales para invocar criaturas violentas y cósmicas; entonces tiene que ser especialmente preciso, sin dudas en el corazón, y tomar lo que sea esté a la mano (una cubeta, un carrito de juguete, un peluche de snorlax, un condón usado o su propio celular, qué importa si todavía no ha acabado de pagarlo) para aventárselos a la puta cara y salir corriendo. Nunca ha logrado matar a un elfo negro, afortunadamente estas criaturas no abundan por las calles abandonadas de su barrio. Son tan territoriales que se matan entre sí. También ha tenido encontronazos con grifos, pachucos, chicas banda, taqueros canibalistas, sacerdotes erotómanos y taxistas místicos. Krumm, en su larga vida, cincuenta y tantos años, ha acumulado una larga cantidad de encuentros absurdos con personajes estrafalarios, monstruos nuevos que son invocados por algún dios de imaginación y lenguaje inmundos (no puede ser de otro modo). Eso le ha enseñado a primero fijarse en las manos y lenguas de los enemigos, porque ellos insisten en tocarlo y eso es lo que más odia en el mundo.
Augusta Jester es otra historia, a ella le encanta tocar a quien se deje. Si no puede hacerlo con las manos, avienta los ojos o dice palabras empalagosas, o memorables. Ha tocado a gente hablando en octasílabo o endecasílabo, pero no lo practica a menudo, sobre todo porque su narrador no tiene tal habilidad. Jester abraza, estruja, sobaja y nalguea sin detenerse a pensar en las consecuencias. Pero ella intuye que un mundo sin nombre, aún cuando es implícitamente cruel por su falta de naciones, de moral y de criaturas estables, también es gentil y verdadero porque su memoria se borra pronto y los pecados son enterrados, redimidos, o asesinados. Es una muchacha joven, poderosa e inocente porque la verdad vive con ella. No sabe qué significa exactamente eso, pero se lo dijo su abuela, y también se lo dijo su madre, y lo repitieron aún cuando un grupo de bandidos las degollaron frente a ella, lo repitieron porque sus bocas no estaban muertas y sus ojos terribles empezaron a centellear maldiciones, se abrieron los cielos y cayeron centenares de rayos proféticos. “No puedes matar a la verdad”, gritaron aquellas brujas, “la verdad vive contigo”. Y Jester estuvo a punto de usar sus poderes para matar por primera vez, pero entonces apareció Krumm, y Krumm metió dos balazos en el pecho de cada bandido, que eran veinte, y así el mundo restauró su propia fe, su congruencia de inexactitudes y crueldades; y también se salvó de ser destruido, porque una de quince profecías dicen que el mundo será reiniciado cuando Jester mate por primera vez y quizás, nadie lo sabe, no conviene que Jester reinicie el mundo.
Jester enterró los cuerpos de su madre y de su abuela. Mientras lo hacía, tarareaba canciones y suspiraba de alivio porque no tuvo que matar a nadie. Krumm no tuvo valor para abandonar a la muchacha, no en ese momento, pero eventualmente se levantó, cuerpo pesado y grande, cada vez más lento, pero no quería pensar en ello porque significaba rendirse, significaba darse cuenta de que algún día las manos grandotas y sucias del destino lo alcanzarían, y siguió su camino, dispuesto a olvidarse de ella y de los veinte cabrones que le quisieron poner las manos encima. Pero Jester intuyó la verdad, no solamente sabía de su narrador poco habilidoso para la métrica, pero también descubrió en las constelaciones, las cuáles se veían brillantes y limpias por la magia invocada de su madre y de su abuela, que ambos tenían un propósito, un destino metanarrativo, y que ellos eran dos estrellas de ciento ocho predestinadas a encontrarse para resolver un gran misterio. Desde entonces, a una distancia prudente, Jester sigue a Krumm y le canta canciones, le platica historias y lo lleva de la mano a vivir algunas aventuras, porque él no puede despreciarla como a los demás. Krumm puede tolerar las manos sudadas de Jester, puede compartir los bichos y resistir la electricidad de las pieles amistosas que se tocan y crean vínculos igual que se crean los monstruos y los resentimientos. Nunca ha pensado en ella de otro modo; Jester es tan joven que podría ser su hija y además, si alguna vez tuvo el deseo de acariciar a alguien, tal vez fue a un muchacho de bigote blanco como el que ahora tenía él. Un bigote que había acicalado ya durante veinticinco años.