Dedicado a LAP

Mayela de la Mora recibió la confirmación de su cáncer un día de octubre. No se piense, sin embargo, que su enfermedad era irremediable, terminal, pues lo habían encontrado a tiempo y todo apuntaba a un proceso doloroso, pero optimista. El médico hizo una rápida explicación de estadísticas, porcentajes, probabilidades, nunca certezas, y después hizo un hincapié en que ella parecía estar del lado correcto de los números. El destino había tirado la ficha de Mayela en el lado más grueso de la gráfica. Pero también hizo su deber y atipló la voz en: “parecía”, porque cuando vio a su paciente sonreír no podía dejarla creer, y dijo la frase demoledora de ocasión: el cáncer es cáncer. Mayela no tardó en comprender cuán delgado era el hielo que estaba pisando y que las advertencias eran un modo de decirle: de esto sabemos tres piedras, señora, y no es culpa de nosotros que usted se nos muera porque nadie tiene una puta idea de lo que está haciendo, lamentablemente le tocó una suerte culera y a todos se nos está cayendo la máscara y qué decir. Mayela dio las gracias a su médico, se puso de pie e hizo lo único que se le ocurrió para retrasar los miedos: caminó, pero no caminó como cualquiera, decidió caminar lo más lento posible, inhumanamente lento. Nadie tenía por qué decirle cómo vivir su enfermedad. Había pasado un mes desde que recibió la noticia y todavía no había salido de la oficina del oncólogo.

Bonifacio Benavides, el vendedor de periódicos, abrió su puesto un día de octubre, el mismo día que Mayela, una completa extraña para él, recibió la noticia de su enfermedad. El hombre pisó un desnivel de su banqueta, se dobló el tobillo y cayó dramáticamente, como títere abandonado o jugador de futbol ganándose el pan. Predeciblemente, sus vecinos y compañeros lo señalaron y se rieron a carcajadas de él porque Bonifacio no era un don, era un viejo lesbiano, como lo llamaba su sobrinita para hacerle entender que era un hombre de otro tiempo, una persona tóxica, el ejemplo del incordio para nuevos medios y tuiteros del 2018. Con una expresión que giraba entre la vergüenza, el dolor y la angustia, el vocero hizo un gesto de burla a quienes se reían de él hasta que se hartó. Bonifacio cerró el puño, lo alzó y gritó a los mil cielos (efigie de un meme): ¿ah, sí? ¡Pues yo me quería caer! ¡Estoy harto de la vida y del destino y por fin he tomado una decisión, yo seré el puto dios verdadero del libre albedrío, y saben qué, nunca me voy a levantar, y como nunca me voy a levantar, nunca me voy a morir, y como nunca me voy a morir, yo seré testigo de cómo a todos ustedes se los lleva la verga, se harán polvo mientras mil civilizaciones se erijan a mi alrededor y ustedes queden relegados a la genética diluida de infinitas generaciones! Poco entendía Bonifacio el peso de sus palabras, un caparazón que lo protegería incluso de sí mismo.

Mayela de la Mora, con un control prodigioso sobre su mente y su cuerpo, tanto como el de cualquier súper héroe de orígenes místicos, empezó a estudiarse minuciosamente por dentro mientras un grupo de médicos, investigadores, químicos y teóricos físicos, examinaban concienzudamente su trayecto y trataban de resolver el enigma de la mujer que caminaba lento. Uno de los hombres que andaba por ahí hizo el clásico, terrible chiste de la mujer sin piernas. La atmósfera se puso pesada, pesada (cómo no, bien pesada), y sus colegas lo invitaron tímidamente a salir de la oficina. Sin embargo, una de las dieciséis científicas en el cuarto decidió llamar a Mayela el proyecto caracol y se aplaudió la idea, era lo único que podía aplaudirse, ya que nadie podía explicarse cómo Mayela había logrado moverse apenas unos diez centímetros en un mes sin consecuencias desastrosas para su cuerpo. No necesitaba agua o comida. Tampoco parecía responder a estímulos externos inmediatos: sonidos y luces, por ejemplo. Un científico curioso e imprudente echó un puñado de sal para ver si ella se secaba como un caracol pero no sucedió. Intentaron moverla gentilmente de lugar pero después de los primeros fracasos, pronto agarraron confianza, y llamaron a los muchachos más musculosos que se les pudo ocurrir, y ninguno de ellos, solo o en equipos, pudo alzarla, moverla o empujarla. Las máquinas colocadas para el mismo fin, fallaron o se rompieron. Restaba intuir el camino, calcular hacia dónde se dirigía o imaginar su destino. No sabían que Mayela de la Mora estaba estudiando sus propios órganos o, como ella pensó alguna vez después de ver alguna de las tomografías que le revelaron su cáncer, sus animales dormidos.

Bonifacio Benavides, sinvergüenza y descarado, recibió en la boca y en las manos las palomitas que sus detractores arrojaban para molestarlo. Las cachaba entre carcajadas y gestos soeces, y carrasposo y feliz, gritaba: Aquí sigo, culeros, ¡aquí sigo! Pero después de uno o dos días, él empezó a creer en el hambre o, mejor dicho, se intuyó hambriento gracias a que había tenido una vida de estómagos vacíos; supuso que era momento de tragar algo. Por eso siguió cachando lo que le arrojaran, o lo que se les caía a los peatones en la banqueta, o lo que algún buen samaritano distraído decidía regalarle; Bonifacio todavía ignoraba que artificios místicos lo ayudarían a cumplir su promesa de jamás levantarse y que su estómago, paulatinamente, abandonaba su estado de órgano convencional para convertirse en un armadillo enroscado. Sus vecinos y compañeros se aprovechaban de la diversión gratuita, ninguno había reparado en que ya habían pasado una, dos semanas, y que Bonifacio era un hombre entero, demasiado sano, que había conseguido convertirse en un milagro y a los ángeles, si es que era cosa de ángeles cristianos, no les interesaba en lo más mínimo escoger con cuidado a los emisarios del cielo en la tierra. La gente le aventaba bolas de papel o le echaban unos cubetazos de agua “accidentalmente” para limpiar la banqueta, o le ponían música que no le gustaba (glam rock brit pop) para mirarlo hacer una secuencia de caritas de desprecio. Lo adoptaron como se adopta a un perro de barrio, pero uno al que podían odiar y denigrar sin cargar con culpas. Y no me voy a levantar, culeros, dijo Bonifacio, quiero que vean cómo yo solito me chingo a Dios, al Diablo, al pinche Destino. Nadie me va a levantar de esta puta banqueta donde estoy echando raíces para joderme al puto mundo, ni la biología ni las ganas de coger o de echarme una birra porque todos ustedes se van a la chingada por desleales culeros.

Mayela de la Mora descubrió un universo entero en el interior de su cuerpo: usando un ojo místico paseó por sus venas, su corazón y sus pulmones. Encontró el fulgor de sus propios tumores y se dedicó uno, dos, tres años a estudiarlos. La carne es carne, se dijo e igual que su lentitud era milagrosa, su memoria también. Así pudo repasar mentalmente cada una de las revistas, de los artículos, de las entrevistas y los podcasts que había escuchado sobre el cáncer. Pero ninguno de ellos explicaba cómo extirpárselos con bisturíes mágicos, ni como deshacerlos por las buenas usando algún truco del lenguaje, sino que hacían hincapié en la prevención y la actitud, voces que replicaban el discurso del échale ganas y no pierdas la fe. Si quería salvarse debía arrodillarse frente a los médicos y pedirles salud. Pobre Mayela, porque ella no creía en Dios, ni en la gente (por más estudiada y sabihonda que fuesen), aunque parecía bendecida por un espíritu místico de salud perpetua. Algunos de los artículos encontrados en su palacio de la memoria mencionaban los jugos de betabel y las dietas alcalinas para erradicar a los tumores más furibundos pero los espíritus internos y mordaces de Mayela se echaron grandes carcajadas porque ella no era ninguna estúpida y sabía de la imposible cantidad de reglas universales que estaba rompiendo para doblegar al tiempo y la biología; no era propio desperdiciar eso en noticias falsas y esperanzas triviales. La oportunidad para encontrarse una cura era única, al menos una cura que no la bombardeara por dentro y la dejara peor, medio destruida, como la sombra de alguna humanidad. Mientras tanto, los pocos científicos que todavía la estudiaban, algunos curiosos y cientos de creyentes, habían decidido construirle un altar de flores, además de un camino de sal que cuidaban con devoción. Envejecieron alrededor de Mayela, la diosa caracol, mientras ella rejuvenecía por dentro, aunque no podía deshacerse de los tumores. Sus devotos adornaron su trayectoria todos los días con pétalos de flores blancas. Habían pasado diez años, ninguno de ellos era el mismo. El hospital que Mayela apenas estaba dejando atrás, era un edificio abandonado, ya eran ruinas que se estaban fragmentando en piedras, en pedazos de edificio que antes fueron un cuerpo formidable y hermoso.

Bonifacio Benavides, quince años después, veía con agrado que su sobrina era quien atendía el puesto de periódicos porque él simplemente se negaba a levantarse y decidió heredárselo en vida. Ahí tirado no se la pasaba mal, no envejecía ni pasaba hambres, a veces podía mirarle los calzones debajo de la falda escolar a su familiar, además de vérselos a algunas de las transeuntes. Se deleitaba, primera fila de su cine Teresa particular, cuando su sobrina invitaba al novio para besarse en las tardes porque el negocio estaba tristón y ningún alma buscaba historias de papel. La gente lo rodeaba asqueada cuando lo veían con las manos bajo los pantalones, a veces algún policía le daba un macanazo en su espalda encorvada, o su cabeza pelona y fulgurante y le decía: ¡estese, viejo puerco! pero nadie, ni la autoridad, se atrevía a levantarlo; no se atrevían a tocarlo porque había alrededor de él una especie de oscuridad que era mejor evitar para no joderse el resto del día. La sobrina alguna vez le dijo: ya levántese, tío; está dejando en vergüenza a toda la familia y Bonifacio se rió como un perro avejentado, enfermo, y respondió: no que muy viejo lesbiano, cochino y tóxico, pues, quieres algo y ahora sí soy su tío. Entonces le soplaba un beso, pedía que le echara un periódico para enterarse del mundo y pensaba lo afortunada que se había tornado su vida desde que abandonó el vicio maligno de levantarse después de caerse. Pasando las hojas, Bonifacio vio la primera fotografía de Mayela y su corazón, como un conejo, levantó las orejas. Hasta su sobrina, a unos metros de él, sintió como un peso abandonó sus hombros porque la atmósfera misteriosamente había cambiado, de pronto parecía más amable y respirable. Bonifacio acarició la fotografía, repasó sus ojos tristes, su cabello canoso y largo, sus caderas, memorizó las curvas de sus senos caídos y enfermos. Leyó del récord de la mujer que camina más lento en el mundo y leyó las apuestas sobre su trayectoria. El conejo saltó en su interior: estaba a unas cuadras de él pero tardaría siglos en llegar. De repente la espalda empezó a pesarle como el caparazón de una tortuga gigante.

Mayela de la Mora, durante trescientos años, miró como el cielo maduró a su alrededor y se pobló de toda clase de máquinas maravillosas: los drones, los autos voladores, las abejas artificiales, los nanobots limpiadores de emisiones y las pantallas líquidas de comerciales neón. Sus ojos brillaban rápidamente con la curiosidad de las moscas para recoger el paso de los siglos. Ella jamás dejó de escuchar a su mundo, así supo que ninguno de los inventos maravillosos del futuro, corrijo, de su presente, era capaz de curarla sin sufrimiento y por ello decidió seguir caminando, abandonó la esperanza de la cura, porque le pareció más maravilloso recorrer el mundo en cámara lenta, absorber su pasado, presente y futuro con la parsimonia de una mujer maldita. La gente que la seguía con devoción se casó, tuvo hijos y luego nietos, y luego esos nietos tuvieron a sus hijos tan devotos como los primeros. Todavía había mucha gente que quería estudiarla. Probaron una cantidad impresionante de neomáquinas para recoger sus datos biométricos, hicieron algoritmos bioquímicos e inteligentes para tratar de recrearla, replicarla, como si fuese un dato que pudiera ser copiado y así traspasar su milagro a los terrenos de la ciencia pero fue inútil, nada explicaba con precisión lo que sucedía con la mujer. Los científicos más sensatos concluyeron que su tenacidad por caminar y envejecer lento era un acto divino. Algunos desenterraron su pasado: es que ella salió del hospital con un diagnóstico de cáncer cuando era imposible de curar, ¿qué pasa si la intervenimos? ¿Y si es la enfermedad la causa de su vida eterna? Pero ella no podía suspender el milagro para explicarles que estaba muriendo lentamente, que se estaba degradando poco a poco y que su destino era inexorable; lo suyo era un agradable intento, una canción melancólica, para irse en sus propios términos como cuando se desvelaba haciendo láminas de dibujo técnico y tenía encendido un televisor para escuchar películas viejas en la madrugada. Intentaron penetrarla con agujas y bombardearla con dosis moderadas de radiación portátil pero no obtuvieron información o resultados útiles. Médicos con nuevas herramientas y disciplinas varias se peleaban tiempo y espacio para estudiarla pero como Mayela había sido declarada patrimonio milagroso de la humanidad, sólo se les eran permitidas unas horas a la semana, si acaso al mes. Alrededor de Mayela emergieron las espirales de sal y de ruinas, de edificios jóvenes y tecnologías nuevas, de iglesias y de discursos escritos por santos tecnocráticos e irredentos.

Bonifacio Benavides los había condenado con sus palabras: se harán polvo mientras mil civilizaciones se erijan a mi alrededor. Aquella estructura que había sido su puesto de periódicos fue demolida y levantada un millón de veces. Su sobrina había atendido el negocio, después lo atendieron dos o tres de sus hijos malqueridos, después alguno de ellos lo heredó para traspasárselo a un extraño, sangre nueva, y finalmente una sucesión de dueños vendieron periódicos, y tabletas, y pastillas con información comprimida, y dulces de realidad virtual que lo permitían a uno vivir el pasado como Bonifacio había vivido el presente. La gente a su alrededor cambió de maneras imposibles: se hicieron más grandes, se hicieron verdes y luego azules y después parecían gente de nuevo pero había algo mal en ellos, algo extraño, entonces les salieron alas, les crecieron antenas, se les cayó todo el pelo, se convirtieron en protohumanos y luego dieron un giro radical para culminar en metahumanos tecnodependientes. Él también cambió: se encorvó, se rompieron sus rodillas, se cayeron sus dientes y todo el pelo; apenas era un hombre, sin embargo él no lo sabía. Ninguna de las variaciones humanas se fijaba en Bonifacio porque nadie lo quería. Incontables veces lo miraron como a un bicho nefasto, y repitieron el ritual de arrojarle comida, o de aplaudirle para que hiciera un chiste o lo humillaban porque incluso una mota de polvo era mejor persona que Bonifacio y merecía ser humillado. Mutaciones de humanidad orinaron sobre él y se burlaron de él, pero aún así, apestando a orines y tan sucio como cualquier puerco dichoso, jamás dejó de levantar el puño como un mandril, de mirarlos con los ojos furiosos, llenos de odio y de felicidad, y les gritaba: ¡aquí los espero, culeros! ¡Porque yo no me voy a levantar! ¡Yo nunca me voy a ir y ustedes seguirán haciéndose polvo! ¡Seguirán convirtiéndose en pinches porquerías de película del Santo, son la puta burla de los dioses y la evolución mientras yo, aquí, me pelo la verga y me la jalo y me vengo de la risa con todas sus chingaderas! ¡Mil civilizaciones he visto caer, y no importa si renacen, porque volverán a morir mientras yo sigo aquí! ¡Jamás me voy a parar, ojetes! ¡Cómo ven! ¡Y a ver, que venga alguien a levantarme si muy valientes pinches monstruos! Cada civilización plantó un letrero detrás de él en sus propia lengua que decía: “aquí yace todavía este viejo lesbiano y tóxico que no ha dejado de arrojarnos mierda”. Pero Bonifacio no sólo era odio, también había un recuerdo que no había dejado de crecer dentro de él como una tortuga vieja y necia: Mayela se acercaba, podría arrastrarse hasta ella, podría besarle los pies, podría descubrir a la única mujer que, como él, había convertido al tiempo en una mentira.

Mayela de la Mora, como era de esperarse, alcanzó tal nivel de ascetismo que superó a la nueva y la vieja humanidad. Se convirtió en una flecha parsimoniosa y brillante con una trayectoria fija pero olvidada. Nadie sabía ya lo que era, ni a dónde iba. Pero eso no impedía que los tumores siguieran creciendo lentamente adentro de su cuerpo y que el cuerpo, después de rejuvenecer imparablemente, también se desintegraba como las hojas de un árbol ambicioso. La eternidad, descubrió Mayela, era imposible y su lentitud ya no existía en la memoria de nadie. Unos seres extraños alzaron sus cabezas para verla pasar. Para ellos Mayela era la curiosidad más hermosa y más rápida sobre su Tierra abandonada, su Tierra convertida en una piedra de sal. Ella sonrió enigmáticamente: podía escoger, en cualquier momento, detenerse.

Bonifacio Benavides había olvidado el lenguaje, pero no la risa y la misma frase de ocasión que podía repetirse como una canción y un testimonio: “¡no me voy a parar, culeros!”. Seguía levantando el puño y seguía carcajeándose con sorna a pesar de que el mundo ya no poseía vida, no como la conocía. Ni el fuego, ni las nubes tóxicas, ni los insectos alienígenas podían tocarlo porque él, aunque había olvidado su promesa, estaba condenado por la destrucción contenida de la misma. Eventualmente se encontraron y él no pudo retrasarlo más. Alzó su cabeza como un conejo inocente, se le movieron las orejas, y sólo a unos pasos, cien quizás, pudo verla: brillaba como una aparición divina. Ya no era ella, sólo era un recuerdo, una sombra luminosa, el fantasma de todo lo que él alguna vez había querido.

Mayela de la Mora terminó por desintegrarse pero segundos antes reveló su propósito y alcanzó lo que algunos tarados del pasado, drogados de new age y niveles falsos de magia, conocían como “la plenitud”. Se hizo polvo en sus propios términos. No permitió que ningún mundo, pasado o futuro, dictara el epitafio de su lápida.

Bonifacio se levantó, necesitaba abrazar a Mayela, pero ya no era él, era un recuerdo, la sombra de un espíritu necio, y tampoco era ella a quien veía, aunque él juraría que sí porque algún dios fue piadoso, y le hizo recordar aquel periódico donde vio su imagen por primera vez. Ambos, el caracol y la tortuga, sólo eran sombras, historias que perduraron más allá de su propio cuerpo, una fábula para generaciones inexistentes. No te vayas, Mayela, susurró Bonifacio, inseguro de su propia voz porque no la había usado en miles de años, aunque súbitamente recordó el lenguaje y vislumbró una posibilidad de redimirse, de honrar a todas las civilizaciones que se derrumbaron a su alrededor; el hombre empezó a llorar, bajó los puños como un niño regañado, vigilado por sus padres, pero siguió caminando con sus piernas rotas y deformes, con la cabeza gacha, la cabeza destruída por el sol y la espalda encorvada hacia los restos hechos polvo de la mujer. No te vayas, Mayela, rogó Bonifacio, por favor, no te vayas. Te regalo todos mis animales dormidos, todos mis animales dormidos son tuyos.