A mi querida Doña Servina:

Éste cuento engloba varias historias en sí. No sólo la tuya. Debo confesar que naciste como una idea pequeña, pero pedías más y más. Así que ahora te aguantas. Te he utilizado como el punto de partida para muchos personajes de “Padre Taxi”, nuevos y viejos personajes de Jaramillo y también como el punto convergente entre estos. De la misma manera, te utilicé para explicar la historia de Jaramillo desde otro punto de vista diferente al de “Padre Taxi”, que la novela en sí trata del punto de vista del personaje del mismo nombre y tal vez de otros más (Arlequín, Yasmín, Lurendberg, Ezequiel, Matías, etcétera, etcétera), quienes más bien, fueron recién llegados que vivieron otra etapa.

Por lo mismo, me las vi negras contigo, porque traté de conservar los enigmas que proporciona la novela intactos y no echarlos a perder en tu propia historia. De esa manera, quien lea “Padre Taxi”, descubrirá cosas en tí y quien te lea a ti, descubrirá cosas en “Padre Taxi”. Lo más divertido, es que ninguno delatará al otro (o eso espero). Quiero creer que tuve mucho cuidado en ello y si algún lector cauteloso descubre que no fue así… entonces, mi querida Servina, tú tienes la culpa.

De lo contrario, si los lectores se divierten leyendo esta historia sin necesidad de “Padre Taxi”, entonces habrás cumplido tu cometido y yo seré el responsable. Ahora, sonríe desgraciada, sonríe… ya que te di el lujo de vivir Jaramillo desde el mero principio, o tal vez la maldición.

Espero que me perdones.

Tuyo.
El Cuenta-Cuentos.

Doña Servina recordaba algo amarga, algo triste, algo alegre y algo contenta, cuando había llegado a Jaramillo. Su marido y ella lo habían hecho cuando eran jovenes, habían escuchado que era una nueva ciudad que estaba progresando rápidamente. Que el gobernador Burgos estaba trayendo maravillas tecnológicas y que era un punto, donde la cultura y el progreso estaba concentrándose. Después de todo, Servina y su marido Filemón, no tenían de otra. Después de la Revolución que se les vino encima, su pueblo ya no era el mismo. Ya muchos de sus familiares habían hablado de Jaramillo y ellos les creían, empacaron sus tiliches una noche, las pusieron encima de su único burro que tenían y jalaron para allá. A la Ciudad de Esperanza, como le decían.

No tardaron en encontrarlo, en esos tiempos Jaramillo todavía se encontraba en México, aunque era difícil decir que parte. Unos decían que estaba en la zona Huasteca, otros decían que estaba en algún punto entre Taxco y Acapulco. Varios más, pensaban que estaba pegadito a Guadalajara. Había uno que otro viajero que juraba haberlo visto en un paseo a la ruta maya. Nadie sabía a ciencia cierta donde estaba Jaramillo, los mapas eran difíciles de encontrar aunque todo mundo hablaba de él. A Filemón no le importó, sin embargo, su esposa Servina odiaba ser arrastrada como una mula, igual que la mula que arrastraban. Ella decía que se debía vivir en un lugar y trabajar ese lugar, que el trabajo y una escopeta otorgaban respeto (lo segundo lo adaptó a su filosofía a raíz de ver que su marido Filemón a todas partes cargaba su escopeta y la manejaba bastante bien, había servido para protegerles).

Filemón no escuchaba muy a menudo a su mujer, siempre acababa haciendo lo que quería y él quería llegar a Jaramillo. Así que arrastró a sus dos mulas, hasta que finalmente dio con aquel lugar que siempre habían escuchado nombrar. El pueblo se veía bastante bien, se veía feliz, con pocas casas y gente sonriendo, trabajando rápidamente de allá para acá y viceversa. Y más allá, donde el pueblo terminaba, se alzaban los edificios más grandes que Servina y Filemón hubiesen visto jamás. A lado de los edificios, fueron construidas las fábricas, metal tras metal pegado con más metal que soltaban poco humo al aire. El humo se dispersaba como en un sueño, era cierto lo que decían de Jaramillo, que era una Ciudad de Esperanza.

Filemón asintió, apretó sus labios y echó para atrás.

—Yo me voy. No me gustó.

Servina le miró atolondrada, se negaba a caminar más.

—Pues yo me quedo.

Filemón le miró de reojo, suspiró y jaló la correa de su mula.

—No digas pendejadas mujer, nos vamos.

—Pues vete, pero yo me quedo.

Filemón entrecerró los ojos y frunció el ceño en enojo.

—¡Qué nos vamos te digo! No me obligues a ir por ti y darte una buena tunda.

—Un lugar donde quedarse y trabajar, Filemón. Eso es lo que merecemos, ya no quiero caminar más, por favor.

Filemón miró a su mujer, extendió los dedos, alzó el brazo para pegarle y ésta no se inmutó. Al ver la decisión de su mujer clavada en los ojos y el rostro rígido, no soltó el golpe. Filemón se encogió de hombros, por primera y última vez en su vida comprendió a su mujer. Le dio el rifle y se fue caminando, jalando el mulo en el mismo camino por donde habían llegado a Jaramillo.

—Ahí te las arreglas tú sola. Nomás te puedo dar tres balas y recuerda usarlo como te enseñé. Me voy de regreso a mi pueblo, si preguntan por ti, diré que te nos moriste.

Así se fue Filemón y se perdió en el camino de tierra, Servina sintió deseos de correr tras de él, y cuando extendió la mano y abrió la boca para decirle que la esperara, algo se lo impidió. Sabía, de alguna manera extraña, como cuando se tiene una visión que dirige a la gente hacia un lugar que más tarde llamarán suyo, que ese era su hogar. Alzó la vista y observó un letrero que decía: “Bienvenidos a Jaramillo”. Gotitas de lluvia cayeron y le mojaron suavemente el rostro.

No me malinterpreten, ya que Doña Servina amó a su marido, lo amó más que a nadie y por lo mismo, nunca entendió porque se fue. Sabía el por qué o podía imaginarlo, pero nunca lo entendió. Y ella se puso en sus zapatos, él se estaría preguntando porque ella decidió plantarse como el poste de un colgado, en la entrada de ese pueblo. O tal vez no. Tal vez él llegó a comprender porque ella decidió quedarse, tal vez le bastaba con la filosofía de: “Un lugar donde quedarse y trabajar” o tal vez estaba preguntándose como ella, porque se habían separado.

¿Qué le hizo permanecer en aquel lugar? ¿Era realmente la esperanza de que fuera un buen lugar, alejado de las guerras? ¿Realmente Servina estaría cansada de caminar? Eso que importaba, no estaba su marido con ella. Tal vez no habían comprendido los sueños del uno y del otro. Posiblemente estaba destinado que lo hicieran en el último momento, cuando ya era demasiado tarde.

Algo era cierto, ella le había amado más que nadie. Y creció en ella un miedo, un miedo tan profundo que no lo reconocería hasta el día de su muerte: Bien podría quedarse a trabajar en Jaramillo, pero no permitiría que nadie se le acercara facilmente como había hecho Filemón. No quería que nadie se le fuera así de fácil.

La joven Servina se limpió el rostro, con la escopeta arrastrando y caminando con el mentón alzado, atravesó la entrada donde el letrero se alzaba orgulloso.

Lo primero que hizo fue vender la escopeta a un “Artesano de Armas”, o así se hacía llamar. Un hombre extraño, vestido de negro con un abrigo que jamás había visto, usaba lentes oscuros y un gran sombrero, como de bruja nórdica. Su rostro era blanco y sus manos también, sus manos delgadas y huesudas, igual que su rostro. El Artesano parecía ser amable, sonreía mucho y pagó buen dinero por la escopeta.

El encuentro fue igual de curioso, justo al entrar a Jaramillo, en la primera casa apareció ese hombre recargado y con una pierna alzada, como si todo ese tiempo le hubiera estado esperando. Comía sin preocupación una manzana y miraba el camino de tierra por donde Servina caminaba.

Servina notó que la gente que había visto antes de entrar, pareció desvanecerse en el aire. Lo único que parecía moverse era el hombre al masticar su manzana y luego sonreír cuando ella se le aproximó. La lluvia se movía a duras penas y el aire se sentía como un líquido viscoso. Servina pensó que era cosa de brujería.

—¡Jovencita! —exclamó el Artesano al verla llegar y sonrió—. Mucho gusto en conocerla y veo que trae un arma. En Jaramillo las armas no son bienvenidas, son adornos en las casas nada más. ¿No querrá vendermela?

Servina creyó que miraba una pesadilla o un sueño muy extraño. Tal vez era el juego de un duende, o un demonio. El abrigo del hombre estaba estático aún cuando el viento empezó a azotar los techos de paja de alguna de esas casitas. Miró el pueblo y descubrió que ya no había gente, tal vez se habían escondido por la lluvia, aunque era ligera y hacía calor. Miró de nuevo al Artesano, quien le dio otra mordida a su manzana.

—No lo sé, es de mi marido… él podría regresar y lo primero que hará es preguntar donde está su arma.

—No regresará —dijo el Artesano secamente y después sonrió—, y en Jaramillo se vienen buenos tiempos. Aún no nace el hombre al que está destinada esa arma y será una de las mejores que trabaje. Su escopeta tiene un pasado interesante, aunque no le parezca y ahorita carga con la amargura y tristeza de usted, mi señora. Eso le agrega un valor muy especial. Véndame el arma, deshágase de ese peso.

Servina dudó un momento, pero la necesidad apreciaba. Además que su marido se había ido con todas las cosas, lo justo era que vendiera el arma. Se acercó al Artesano y lo miró sonreír de nuevo. Cuando lo recordaba, en el tiempo que le agregaron el Doña a su nombre, le parecía una persona amable a pesar de la maldad en su sonrisa. Extendió el arma y el Artesano la tomó, la escrutó con su mirada y con sus manos, sin dejar de sonreír. Artesano asintió, metió una mano en su bolsillo y le dio unos cuantos billetes a Servina, quien los aceptó dudosa.

Tal vez era el diablo y Artesano se rió, como si hubiese escuchado los pensamientos de Doña Servina.

—Regresaré cuando la escopeta lo necesite —dijo Artesano y sonrió—. Porque el arma extraña al antiguo dueño, en lo que se acostumbra al nuevo. Y el nuevo todavía no nace. Ahora ande, Servina, ande. Busque un lugar en Jaramillo, que se están acabando. Nos volveremos a ver en unos años.

Servina lo miró partir en el camino de tierra a la salida de Jaramillo, con la escopeta recargada en el hombro, parecía que el agua y el viento no le tocaban.

—Como si no existiera… —se dijo—, como si de veras no existiera.

Y al perderse, la lluvia escampó y el viento cesó de ulular. La gente volvió a salir de sus casas y todo volvió a la normalidad.

Servina se sentía bien y el Artesano se convirtió en un recuerdo difuso en su memoria.

La gente miró a Servina y la recibieron con los brazos abiertos. Primero querían llevarla a uno de los discursos del gobernador Burgos. Servina aceptó de inmediato y se sintió cómoda, como parte de una comunidad. El matrimonio Jiménez, el primero que se le presentó, le ofreció chocolate de agua y una concha. Se declararon guardianes de Servina a todo el pueblo. Servina no sabía muy bien que quería decir eso hasta que le explicaron que todos los nuevos que llegaban, debían tener guardianes en lo que se adaptaban y vivían por sus propios medios en la ciudad. A Servina le dio pena, no le gustaba ser una molestia, pero ellos le dijeron que no se preocupara, que todo se arreglaría. Después de platicar la historia de como había llegado a Jaramillo, los Jiménez le sonrieron y le dijeron que era hora de ir al discurso de Burgos, que vería como se avecinaban buenos tiempos.

Le prometieron que le alzarían una casa, justo a lado donde el Artesano la había esperado. A Servina le pareció bien, pues a caballo regalado no se le mira el diente y aún así, prefería mantenerse escéptica. El dinero que le había dado el Artesano sería suficiente para pagar por la construcción de una humilde casa de un cuartito muy pequeño. Se preguntó acerca de los derechos de la tierra y otras cosas que los del ayuntamiento en su anterior pueblo habían tenido a bien de recordar, pero prefirió esperar. Y también estaba muy cansada para pensar en ello.

Los Jiménez y los otros que se habían reunido para recibir a Servina, la llevaron con Burgos. Ella observó como el pueblo iba alegre, riendo y chachareando. Era mucha gente y toda caminaba junta, como en una procesión alegre. Los niños corrían ondeando banderas y se detenían a jugar de vez en cuando. Estaban caminando hacia la ciudad de edificios grandes y majestuosos, hacia la Ciudad de Jaramillo.

Cuando Servina escuchó a aquel hombre, los ojos se le hicieron agua. También se encontraban su mujer y su hijo, pero a Servina le pareció que eran sombras. La presencia del hombre lo ocupaba todo. Él le pintaba con palabras que entendía y que no entendía también, el futuro de una ciudad hermosa. La ciudad donde ella ya formaba parte. Lo miró en el podio, con un traje gris oscuro que se acentaba perfectamente a su piel clara y su espalda ancha. Su cabello negro impecablemente peinado, conservaba su personalidad intacta y su rostro poseía una belleza dura, con su quijada ancha, su nariz rara y sus pómulos pronunciados. Él era el famoso gobernador Burgos. Servina jamás olvidó su rostro, ni sus palabras, aún las palabras que no entendía. Hizo ovaciones ruidosas con la gente y alzó sus manos maltratadas por el trabajo de la tierra, a cada línea que construía un futuro mejor. La voz se le incrustó en el corazón y así supo que este hombre era diferente a los funcionarios públicos que había conocido. Un simple presentimiento, una simple esperanza, es lo que basta para llegar a personas como Servina y como todo el pueblo, como toda la Ciudad de Jaramillo.

La diferencia era que el hombre cumplía lo que prometía. Y creyó Servina, por lo que escuchaba, que el hombre debía de ser un santo o debía tener mucha suerte.

Entonces el Gobernador Burgos bajó del podio, con el permiso de su mujer y la sonrisa de su hijo, y caminó entre la gente sin ningún temor. Y no había nada que temer, pues la gente le quería, como pronto aprendería Servina. Daba la mano y los miraba a los ojos, les sonreía con dientes blanquísimos. ¿Cómo era posible? ¿Era verdaderamente posible, qué existiese alguien cómo él? El gobernador Burgos anunciaba que pronto saldría de viaje a buscar una nueva oportunidad, que había escuchado de algo que garantizaría la felicidad duradera. Servina alzó una ceja, pero dejó sus dudas cuando no vio ni sombra de esceptisismo en los ojos de la gente. Y ella, sin querer, aprendió a tenerle fé. Toda la gente no podía estar equivocada, ¿quién era ella, más que una simple extraña a la que habían acogido amablemente?

Y se murió toda duda, cuando Burgos se acercó directamente a ella. Primero le dio la bienvenida, porque el gobernador sabía que ella era nueva. Fue así que Servina se enteró que el hombre conocía a su gente, ya que nadie había avisado a Burgos de su llegada. Ella se portó timidamente, el hombre cargaba con él una seguridad que no supo describir. No quería hablar, pero el hombre hacía las preguntas correctas para que ella contara toda su historia, desde el primer día en que vio la luz del sol hasta su llegada a Jaramillo. Burgos escuchó con una paciencia extraordinaria, con una sonrisa que era difícil de borrar y con las manos tan extendidas, que Servina creyó que en cualquier momento le abrazaría.

Fue una charla entre viejos amigos, atinaría a decir Servina cuando le agregaron el Doña a su nombre, una charla inolvidable.

Burgos al terminar de escucharle, pidió a voluntarios para que le alzaran su casa en ese mismo instante. Entre ellos estaba el hombre del matrimonio Jiménez y varios de los que habían salido a recibirla. Despachó a los hombres, se acercó a Servina y esto fue lo que le dijo—:Usted es la viva representación de que se cumplan las esperanzas que presentan, los que dirigimos esta humilde ciudad. La ciudad de todos. Es por eso que me hará un favor Servina y así, usted trabajará para que otros tengan el mismo recibimiento que usted mereció. Ha de abrir un localito en su misma casa, un refugio para los recién llegados que estén cansados, si le parece. Tal vez le parezca mejor una tienda donde la gente pueda distribuir sus productos y sean comprados, que los recién llegados admiren nuestra riqueza. O puede ser un restaurante, donde la primera comida sea para el nuevo y aprenda de usted, lo que aprendió de Jaramillo hoy.

—Mi querido señor Burgos —dijo Servina, con los ojos bien abiertos y las manos frotándose nerviosamente—. ¡Por usted, abriré las tres cosas! ¡Ya lo verá! ¡Hoy mismo trabajo en ello!

Burgos se rió calurosamente.

—Recuerde que el que mucho abarca, poco aprieta.

—Por usted es poco, mi señor —dijo Servina, con las palabras atorándosele en la boca—. ¡Le prometo que así se hará! Usted deme tiempo y ya verá, no quiero que se vaya sin antes visitarme.

—¡Pero es poco tiempo! Yo me voy en unas semanas. De veras no se preocupe doña Servina.

—Téngame fé —dijo Servina desesperada—. Téngame fé y verá, esos días serán suficientes y si el lugar no es de su agrado para cuando usted llegue, ¡me iré de Jaramillo a la salida del siguiente día!

Burgos sonrió y prometió que sería a la última en visitar el día que se fuera, preguntó si podría llevar a su esposa y a su hijo. Servina respondió, asintiendo furiosamente. Burgos volvió a reírse, puso la mano en sus hombros, le dio un beso en la mejilla y se mezcló con la gente, antes pidiéndole permiso a Servina y avisándole que mandaría un arquitecto y un asistente, uno para que se encargara de las modificaciones de la casa, al gusto de ella, que los hombres le construían provisionalmente y el otro para hacer el presupuesto para que ella pudiera arrancar el negocio de su preferencia, le advirtió que únicamente podría apoyar en el inicio pero que lo demás se construiría con su trabajo. Ella sonrió agradecida y sintió que las mejillas le enrojecían. Cuando vio que Burgos estaba ya hablando con alguien más, corrió de regreso al pueblo de Jaramillo donde los hombres ya estaban erigiendo su casa.

La casa estuvo construida en poco tiempo. Un humilde cuartito con una mesa, una silla y una cama con lo suficiente para hacerla cómoda. Hecha de madera y con un techo de paja. Servina dijo que sería suficiente. Los hombres se sintieron mal, querían realmente hacer algo más. Ella se rió y dijo que no se preocuparan, que era el primer día y realmente, no necesitaba más. Para el baño, ya tenía permiso de usar el comunitario y que para bañarse, podría hacerlo en las mañanas de cinco a seis, como hacían todas las mujeres en una laguna cercana. La esposa de Jiménez prometió que iría por ella temprano, después de todo, vivían a un lado.

Entonces ella entró a su casita, prendió una vela que le dejaron y se sentó en la silla de madera. Miró la llama durante minutos que parecieron horas, se metió en un trance que le confesó que su vida ya no sería la misma. ¿Qué sería ahora de ella? Parpadeó y lentamente lágrimas se le fueron formando en sus ojos. Hubiera querido que su marido estuviera allí, con ella. Que pudiera disfrutar de la misma felicidad que ella sentía y la única manera para recordarlo, era el rifle que ya había vendido. ¿A quién? Trataba de recordarlo. Sacó el dinero y lo puso en la mesa, para asegurarse que si había sucedido. Recordaba una manzana verde, que hacía ruido de mucho jugo al ser mordida.

Sopló la vela y fue a su cama, se acostó y entonces recordó a su marido toda la noche, entre caricias vergonzosas y suspiros cortados, el muy maldito la había dejado sola y solo se tenía así misma para recordar como le quería. Y en el recuerdo de su marido, también estaba Artesano mirando, en silencio. Estaba de pie, recargado en una casa y con una pierna alzada, mordiendo su manzana verde, con su sonrisa cínica que Servina creía era buena, con su sombrero de bruja y sus lentes oscuros que escondían esos ojos, que ella hubiera deseado ver.

Al despertar, Servina fue llevada a bañarse en la laguna. La laguna estaba a diez minutos en coche del pueblo y se llegaba a ella a través de un camino mal pavimentado que Burgos prometió, pronto estaría mejor. Las mujeres iban caminando y hacían cuarenta minutos en llegar, entre el camino difícil y la buena plática. Cuando llegaron, Servina se maravilló, una laguna de agua cristalina y vegetación abundante, había animalillos por ahí volando, haciendo ruidos desconocidos para ella y algunos conocidos también.

La esposa de Jiménez, que se llamaba Berta, le prestó una toalla y jabón. Servina no quería que se tomara la molestia, pero Berta insistió tanto que no le quedó remedio más que aceptar a regañadientes.

Tranquilamente se bañó y escuchó a las mujeres del pueblo, hablando de los trabajos de sus maridos, de sus hijos, de la comida que prepararían para cuando ellos llegaran, de las nuevas cosas que prometía Burgos para el mañana y también hablaron del clima. Servina les escuchó atenta, como desconocida, no sabía de que platicar con ellas. Berta intentó incorporarla a la plática un par de veces, sin embargo, Servina la cortaba con frases que no permitían extender la charla.

Descubrió Servina que la vida que llevaban esas mujeres, no le agradaba y también supo que era la vida que le esperaba con su esposo (si no es que una peor). Se sintió contrariada, no sabía como responder a su descubrimiento y se echó a llorar. Las mujeres la vieron y la consolaron, creyendo que lloraba por el abandono de su marido del cual se habían enterado. No sospechaban, siquiera, que lloraba por la vida de ellas, que lloraba por la ingenuidad e ignorancia de su marido y que lloraba por el maldito mundo que había dejado y que en cualquier momento, podía ser igual en el nuevo al que había llegado.

Pero en ningún momento lloró por ella.

No señor, ya no más.

Llegando a casa, inmediatamente llegaron el asistente y el arquitecto que habían prometido Burgos. Con el arquitecto habló y dijo que su casa humilde sería suficiente, pero que si necesitaría tres cuartos adicionales y bastante amplios para ofrecer al pueblo el restaurante, la tienda y el refugio que ella tenía planeados. Los tres establecimientos debían estar conectados. El restaurante debía tener baños, dijo Servina. Y el refugio debía tener cinco habitaciones para los huéspedes. El arquitecto le miró con una ceja levantada y le preguntó si estaba segura de lo que pedía, ya que era poco a su manera de ver las cosas. Servina le sonrió y le dijo que no se preocupara más que por los establecimientos, que confiaba en él todo ello todo el dinerito, que su casa así como estaba, era más que suficiente. El arquitecto trató de insistir, pero Servina se negó rotundamente.

El señor arquitecto se encogió de hombros y fue el turno del asistente. Servina le dijo que necesitaría esto y aquello para los cuartos de los huéspedes: cinco camas, una mesita y una silla. Para el restaurante, si le podría hacer el favor de conseguir, por lo pronto, tres mesas con cuatro sillas cada una, ya que no esperaba atender mucha gente. Y para la tienda, pidió muebles de madera donde pudieran acomodar los productos. El asistente anotó y cuando Servina dejó de hablar, le miró extrañado. Preguntó que si eso sería todo y Servina asintió tranquilamente, ¿que para qué necesitaba más? El asistente parpadeó perplejo, preguntó si no necesitaría una estufa para el restaurante, si no necesitaría trastos, servilletas, manteles. Para el refugio preguntó por las sábanas, las lámparas y muebles como roperos. Y finalmente, de la tienda no quedó mucho que decir, en esa estuvieron de acuerdo que no necesitarían mucho.

Servina despidió a los dos hombres con una sonrisa tranquila y estos, correspondieron con una insegura. Dudaban realmente que Servina pudiera sacar todo sin la completa ayuda de Burgos.

Los trabajadores no tardaron más que una semana para construir los secos locales que Servina había pedido. Se dieron el lujo de poner un baño en cada habitación del refugio y de ponerle mosaico. Servina no pudo evitarlo. Con ella, pusieron también luz eléctrica, que apenas era una recién adquisición en Jaramillo y pocas casas la tenían, que no fueran empresas o de ricos. También las tuberías de agua eran completamente funcionales y con los filtros necesarios, para que saliera cristalina.

Demasiado lujo, pensó Servina.

Ella entendía muy bien que había pedido lo básico y después de la semana de la construcción, llegaron los enviados con los artículos que había pedido y un poco más. Servina esta vez tuvo control. Regresó las cosas con los enviados que ella no había pedido, por su orgullo y también porque quería ser ella quien adornara los locales al gusto de Burgos (y al de ella, sobre todo ella. Debía ser un fruto de su propio trabajo). Los enviados dejaron de llevar lo básico, pero tenían órdenes de regresar con las cosas que Burgos quería regalar a Servina y ella negaba religiosamente, todos los días a las dos, cuatro y seis de la tarde.

¿Qué impulsaba a aquel hombre? ¿Qué motivación tenía de ayudarla a ella? Servina había escuchado que era la primera que recibía tanta atención y suponían que era el ferviente deseo de Burgos de crear un lugar como el que había pedido, ella en un principio había pensado que era así. Pero no, ella no estaba todavía acostumbrada a Jaramillo y no tenía su visión nublada por la utopía, sabía que debía haber otra motivación que moviera a Burgos a ayudarle tan fervientemente como hacía.

En eso pensaba en las noches, antes de dormir. Ya que durante el día se mantenía ocupada con los Jiménez y otros vecinos, la llevaban a la ciudad de Jaramillo a locales donde compró comales y fuego para su restaurante, maíz y otros ingredientes para su cocina, sábanas y tapetes para su refugio. El dinero que le dio Artesano supo aprovecharlo y pronto se le terminó. Después aceptó varios trabajos de medio tiempo, como sirvienta, niñera y limpiadora de oficinas. No aceptaba trabajos de base porque sabía que así no le rendiría el tiempo y sería menos la paga. Entre trabajo y trabajo, juntó para completar sus locales. Comía estrictamente lo necesario y a veces menos, pero eso sí, dormía sus seis o cinco horas.

Pronto llegaron los días antes de abrir los locales, que todos juntos se llamaban: “¡Bienvenidos a Jaramillo!”. Servina sintió que debía ser un lugar que diera una calurosa bienvenida, a diferencia del letrero tan impersonal que el gobierno había puesto alguna vez. Un letrero grande, hecho de madera pintada de blanco y letras rojas, que podían verse a lo lejos. Al verlo casi terminado, Servina sonrió y se limpió el sudor de la frente. Faltaban dos días para que Burgos se fuera de Jaramillo y estaría listo, sería su primer cliente.

Reclutó a la gente del pueblo, a las mujeres para la cocina y a los hombres para atender el refugio. A los Jiménez los hizo cargo exclusivamente de la tienda y estos se sintieron profundamente agradecidos. Ya todos tenían sus instrucciones. Servina quería ser la cocinera personal de Burgos, esa vez solo apoyarían con las salsas, con recoger y lavar platos, y de atender a los demás invitados que Burgos probablemente trajera consigo.

Se programó también una feria ese día para que el pueblo conociera a su representante inmediato y también, para despedir al Gobernador. Burgos estaba contento con lo que había logrado Servina en tan poco tiempo y estaba ancioso por conocer los locales.

La noche que faltaba, Servina durmió exhausta.

El primer cliente, no fue Burgos.

Llegó muy entrada la noche, tocando a la puerta de Servina y no permitiéndole descansar. Despertó amodorrada y un poco molesta, se asomó por la ventana y miró a un hombre, con pantalones de lana, un jorongo y una especie de capucha negra que le cubría un rostro que solo denotaba sombras. No usaba zapatos, y andaba con los pies desnudos, los cuales estaban extrañamente bien cuidados. Llevaba en sus hombros un cuervo al que pacientemente le daba de comer. Servina presentía que el hombre estaba sonriendo detrás de su oscuridad, un presentimiento de esos que solo las mujeres tienen y los hombres son demasiado necios para comprenderlos.

Servina abrió la puerta, otro presentimiento le dijo que no debía hacerle esperar.

—Buenas noches, soy un caminante cansado —dijo el hombre con una voz oscura, muy profunda—, y vi ese letrero cuando iba de pasada. Me enteré que este es un refugio. Me preguntaba si podría darme una habitación esta noche, prometo no quedarme mucho tiempo, no tengo dinero para pagar y no quisiera molestar la tranquilidad de este pueblo.

Servina sintió emoción, era la primera persona a la que podría mostrar la bondad de Jaramillo. Rápidamente se puso un chal, encima de su bata y lo dirigió al restaurante.

—Por el dinero no se preocupe, buen hombre, ya lo pagará. Aquí en Jaramillo, todo se paga con trabajo. ¿No gusta algo de comer? ¿Algo de beber?

—Un cafecito blanco, si tiene.

—Un cafecito negro será —dijo Servina y sonrió—. Aquí no tenemos ese del que pide.

—Entonces démelo bien negro.

—¿Cómo su cara? ¿No gusta quitarse la capucha?

—No —negó el hombre de buen humor—, uno debe cargar con la oscuridad que ha nacido y aceptarla, por el bien de la gente. Mi cuervo sabe más de eso que yo.

—¿Cómo se llama su cuervo?

—Gerardo.

—¿Y usted?

—La Muerte.

Servina se quedó en silencio, abrió las puertas del restaurante con las manos temblando y el rostro falto de color, prendió las luces y miró de reojo como la Muerte tomó asiento. Por sus movimientos que no eran de este mundo, por sus ademanes que parecían atravesar el mismo aire, por su su tranquilidad increíble, por como el tiempo parecía no existir a su alrededor y por como el espacio se deformaba, entendió que no mentía. Que su nombre era La Muerte.

—¿Y usted cómo se llama?

—Si ya lo sabes.

—Quiero ser educado, Servina —dijo La Muerte, en un tono travieso—. Y no se preocupe, no vengo por usted. No hoy. Ni vendré mañana, que es su gran día. Por mi, no se preocupe.

—¿Es cierto que te quedarás esta noche?

—No, pero si le decía quien era en realidad, no se hubiera atrevido a abrir la puerta.

Servina asintió, tenía razón. Esperó a que el agua hirviera y después le puso el café. Sirvió dos jarritos, los llevó a la mesa y se sentó a acompañarle. Después de lo que le dijo, ya no sentía tanto miedo.

—Es un gran día para todo Jaramillo. No nomás mío —dijo Servina después de pensarlo.

—Si, eso también. Mañana Burgos decidirá el nuevo destino de toda la ciudad y eventualmente, hará que me sea casi imposible regresar. Claro, todo eso sucederá sin querer.

—¿Qué quiere decir?

—Ya lo sabrá cuando lo viva —dijo la Muerte, y dio otro pedazo de pan a su cuervo—. ¿Tiene más pan? El camino es largo y el poco que tengo, no alcanzará para Gerardo.

Servina fue por tres hogazas de pan, bastante grandes y se las dio completas a la Muerte. El hombre de capucha negra, se rió y solo tomó una. Se tomó en silencio su café y Servina hizo lo mismo, mirándolo sin saber como mirarlo, entre la expectativa, la angustia, la tranquilidad que luego le daba y el misterio. La pobre Servina no sabía porque no se le habían caído los ojos.

—Gracias por su hospitalidad Servina —dijo la Muerte y sonrió después, acarició a su cuervo—. Me daba curiosidad saber de usted. Y del pueblo que dificilmente podré visitar. Al menos podré asomarme de vez en cuando. Le estaré esperando Servina, cuando sea su momento deje el pueblo por donde vino… pero cuando sea su momento.

Servina no entendió del todo, o prefería no entender.

—Antes de irse, ¿puede hacerme un favor? —preguntó Servina.

La Muerte esperó en silencio, hasta que ella se decidió a continuar. Se levantó por una servilleta y consiguió una pluma, se las extendió a aquel hombre.

—Escríbame su nombre, por favor.

La Muerte obedeció, divertido por la idea. Terminó de escribir y le dio la servilleta a Servina. Se quedaron en silencio otro rato más.

Ella miró como el hombre de capucha negra, repentinamente, se puso de pie. Se acercó a Servina y fue como si no estuviera ahí, a pesar de que lo mirara con los ojos, y aún cuando sintió el beso que le dio en la frente, fue como si el aire la hubiera tocado. La Muerte salió del establecimiento y se escucharon sus pisadas de pies desnudos, hasta que se alejó. Servina pasó la servilleta por la mancha de café que había dejado la muerte marcándola suavemente, entonces apagó luces, salió del restaurante y regresó a su humilde casa. Observó la servilleta, tratando de comprender los garabatos y asintió al ver la mancha de café, así recordaría. Luego la guardó bajo su cama y cayó dormida.

Le quedaban unas cuantas horas de sueño.

Servina se levantó inmediato, cuando salió, los hombres que preparaban la feria ya estaban alzando sus puestos provisionales y la banda ya estaba ensayando. Rápidamente, abrió los tres establecimientos, la gente que trabajaba ahí ya estaba esperando. Le miraron las ojeras y Servina atinó a responder que estaba demasiado emocionada y no pudo dormir hasta tarde. Se rieron y contentos, arreglaron todo implacablemente. Solo restaban detalles. Las cocineras, inmediatamente pusieron a hacer las salsas y los platillos, a órdenes de Servina. Ella se puso a hacer lo suyo: cochinita pibil y salsa de chile de árbol. Las cocineras prepararon y calentaron bastantes tortillas, porque Servina estaba calculando tres ollas.

Así se fue la mañana y pronto llegó la tarde. Cuando escucharon que la banda dejó de afinar sus instrumentos, ensayar sus canciones y empezó a entonar la marcha de Jaramillo, supieron que Burgos ya estaba en camino. Servina fue la primera en gritar: “¡Ya viene! ¡Ya viene!”, se limpió el sudor de la frente, producto del calor de la cocina y el fuego, con su delantal. Se quitó el paliacate de la cabeza y salió a recibir a Burgos, no sin antes gritar más instrucciones. Abrió las puertas del restaurante, que se ubicaba entre el refugio y la tienda, se quitó el delantal y lo puso en el hombro, dibujó su mejor sonrisa y miró, como Burgos, con su esposa y su hijo, caminaba al frente de una gran comitiva de gente.

Estaba vestido con un traje blanco y llevaba una rosa amarilla en la solapa, entre sus dedos se consumía un puro y su cabello negro, estaba perfectamente peinado. Caminaba con los brazos extendidos y las palmas de la mano, mirando al frente. Servina pensó en la muerte, ¿qué quiso decir con que Burgos le prohibiría la entrada? ¿Por qué había hablado de sellar el destino de la ciudad? No creía que aquel hombre tan bueno fuera capaz de hacerlo. Burgos, a medida que se acercaba a Servina, esbozaba una gran sonrisa y una de las manos se dirigió a la rosa para quitarla. Al estar frente a ella, dio un paso más al frente y le regaló la flor.

—¿Está listo?

—Lo está, mi señor Burgos, espero sea de su agrado —dijo Servina y sonrió tímida.

Se escucharon los vitoreos de la gente quien aventó arroz, confeti y papeles. La banda tocó de una manera esplendorosa. Servina sonrió y abrió las puertas de “¡Bienvenidos a Jaramillo!” por primera vez al público.

Servina se dedicó a Burgos toda la tarde, en ver que estuviera bien atendido, en que tuviera suficiente de comer y sobre todo, ofreció las mismas atenciones a su mujer y a su hijo. Ambos eran adorables e igual de especiales que el propio Burgos. Servina, como siempre, se preguntaba si ellos habían hecho al hombre o el hombre los había hecho a ellos. De cualquier manera, dejó de preguntarse y continuó colmando a Burgos de atenciones, quien las recibía con una sonrisa. Se alegró cuando este elogió el local y le pidió que le enseñara el refugio y la tienda. Servina consintió emocionada y platicó su odisea, para asegurarse de tenerlo todo listo: desde como aprendió carpintería para ella hacer algunos muebles, ya que así todo salía más barato, hasta como los Jiménez habían hecho lo imposible por soportarle a la hora de comprar los comales y los tapetes indicados.

Burgos estuvo encantado con la historia de Servina. Para ese momento, el recorrido había tomado ya la tarde y se hacía noche. La feria seguía afuera, la banda continuaba tocando y el restaurante seguía lleno, con gente afuera esperando entrar en cualquier momento.

Burgos pidió un momento a su hijo y a su esposa, para despedirse de Doña Servina, ya que la hora de partir había llegado. Ellos consintieron y salieron a disfrutar de la feria, mientras Servina y Burgos buscaron una mesa para sentarse y tomar un café.

—Antes de que me diga cualquier cosa, mi señor —dijo Servina, consiguió una servilleta y una pluma—, anóteme su nombre.

Burgos consintió extrañado, obedeció y al terminar, extendió la servilleta a Servina. Ella puso el jarrito del café de Burgos sobre la servilleta y esperó un momento, cuando vio que la mancha de café estaba ya impresa, sonrío satisfecha y se guardó la servilleta en una de las bolsas del delantal que en algún momento, volvió a ponerse.

—¿Y eso? —preguntó Burgos.

—Las colecciono —dijo Servina, también extrañada. Fue cuando cayó en cuenta, que lo hacía porque otro de sus presentimientos le decía que Burgos no regresaría y solo quedaría esa servilleta. Lo mismo sucedió con La Muerte, cuando le dijo que no podría regresar a “¡Bienvenidos a Jaramillo!”. Eventualmente sabría que podía descubrir a las personas que no regresarían con solo mirarles. Se dedicaría a pedirles sus nombres en servilletas y manchas de café para recordarles—. Mi señor, ¿usted regresará, verdad?

Burgos rió, sacó un puro y lo cortó a la mitad. Lo prendió y observó a Servina.

—Por supuesto que regresaré con mi gente. Si supiera todo lo que he sufrido alzando esta ciudad, todo lo que ha exigido de mi mantenerla. Le contaré un secreto, mi querida Servina, un buen secreto.

—¿Si?

—Jaramillo es mágico, no sé explicarlo —Burgos se quedó meditabundo—. Pero es mágico. Se sostiene con las ilusiones de la gente y me ha costado, me ha costado mucho, que sean buenas ilusiones. Jaramillo ha crecido en parte por mí, pero también todo es gracias por la fé que me tienen. Si alguna vez llegará a suceder que la gente pierda la fé, Jaramillo se caería en un santiamén. Se borrarían los caminos y no existiría ningún mapa. Jaramillo no debe caer en malas manos.

Servina escuchó paciente. Tomaron un sorbo del café y no supieron que más decir.

—¿Qué es eso que irá a buscar, mi buen señor?

—No puedo decírselo Servina —dijo Burgos y sonrío—. Porque ni yo mismo estoy seguro de lo que estoy buscando, pero tengo fé. La fé mueve montañas, es cierto. Recuérdelo. Al encontrar lo que busco, prometo que la felicidad no será únicamente de Jaramillo, será para todos o bien, para el que la quiera, porque hay personas que no gustan de la felicidad, ¿sabe? Y vaya, siempre existe el fracaso. Probablemente regrese con las manos vacías y lo único que podré hacer, es mantener a la gente de aquí feliz. Y aquellos que busquen Jaramillo para ser felices, llegarán, siempre llegarán y estaré yo para recibirlos.

Burgos frunció el ceño y puso la mano en su mentón. Servina lo vio triste por un instante, y adivinó (aunque nunca sabría que tenía la razón) que Burgos en su pasado era un hombre de intensas aventuras. Que no le gustaba la idea de estar en un lugar durante mucho tiempo.

—¿Por eso usted era tan insistente en mandarme cosas que yo no pedí?

—Si Servina. Por eso mismo. Aunque veo que usted ha hecho un buen trabajo y yo debo aprender a confiar más en mi gente. ¿Me ayudará a mantener la fé, mi querida Servina? ¿Está usted dispuesta?

—¡Por supuesto que si, mi señor!

Servina sonrío y sintió que le enrojecieron las mejillas. Tuvo deseos de romper la servilleta, pero el presentimiento le dijo que no lo hiciera. Sabía que escuchara lo que escuchara, Burgos no regresaría.

Llegó la madrugada y Burgos se despidió de Servina con un abrazo. La gente lo miró irse caminando. Su hijo y su esposa lo siguieron hasta el letrero, donde les dijo unas palabras. A su esposa la besó en los labios y a su hijo lo besó en la frente. Les abrazó durante mucho tiempo y la gente los miró con respeto.

Y cuando atravesó el letrero que había dado la bienvenida a Servina el día que llegó, dio la vuelta atrás, metió una mano en su bolsillo y alzó la otra para despedirse. Servina jamás olvidaría ese rostro, esa sonrisa que deseaba prometer su regreso y fracasaría rotundamente en cumplirlo.

Burgos dio la media vuelta y caminó hasta perderse, como si la ilusión no fuera Jaramillo, sino el hombre que lo dejaba.

La feria siguió otro par de días más, pero la gente no sonreía como antes.

Artesano regresó unos días después, mientras Servina dormía y se acariciaba recordándolo, esforzándose por mirarle la sonrisa en sus recuerdos difusos. Ella no sabría si fue un sueño o fue la realidad, pero lo vio abriendo la puerta. Afuera llovía y un rayo, iluminó la silueta de su largo abrigo y su sombrero de bruja; hizo resplandecer sus lentes como los ojos de un demonio que avisa que ha llegado a casa. La sonrisa estaba ahí y en uno de sus hombros, estaba recargada la escopeta de Filemón. Servina se levantó y se pegó contra la pared.

Por primera vez, notó que la sonrisa no era tan buena.

—¡Te necesito! ¡El rifle no estará terminado a menos que se deshaga de ti!

Artesano pasó y cerró la puerta, como en su casa. Servina intentó buscar luz, pero se quedó petrificada del miedo al escuchar sus pasos calmados, dirigidos a ella. Creyó mirar el reflejo de los lentes, que avanzaban con el hombre, hasta mirarlos directamente frente a ella. Escuchó la respiración calmada de Artesano, contra la suya que iba rapidamente. Tenía ganas de gritar, pero no había aire que le alcanzara para aventarlo por la garganta.

Sintió que la mano fría y suave de Artesano tapó su boca. Pudo distinguir su rostro salir de la oscuridad, mirando primero la sonrisa que se transformó en una mueca seria. Recargó a Servina con fuerza contra la pared y después, puso su rostro a un lado del suyo.

—Por nada del mundo, abras la boca… ¿me entiendes? Por nada. Si no, la escopeta sabrá que todavía le necesitas. Estamos ambos en juego aquí, ambos podemos morir.

Servina asintió espantada y apretó los dientes, presentía que el hombre hablaba en serio. Artesano recargó la boca de la escopeta contra la mano que detenía con firmeza el rostro de Servina. Ella temblaba de miedo, no sabía que haría el hombre, o más bien no quería aceptarlo. La escopeta a esa altura la mataría a ella y dejaría la mano de Artesano como los jirones de tela de algún indigente. Pero ella había prometido no abrir la boca.

Se escuchó la primera detonación.

El rostro de Servina rebotó contra la pared, creyó sentir que se le rompió un diente de la fuerza y la luz del fogonazo la dejó ciega por unos instantes, cerró fuertemente sus ojos. Sin embargo, estaba intacta y aún de pie. La mano de Artesano podía sostenerla con su fuerza, escuchó los jadeos del hombre, quien volvió a acercar su rostro al de ella. Sintió que quería golpearlo, que debía gritarle, que necesitaba besarlo.

—No la abras, te digo… no abras esa maldita boca. La bala aún sigue buscándote. Vas muy bien, te digo que vas muy bien, ya solo restan dos. Esto es muy cansado, si supieras, muy cansado.

La mueca de Artesano, se transformó en una plegaria. Se quedaron así un momento, ella trataba de completar su rostro en las sombras y los jadeos fueron tranquilizándose poco a poco. Servina sintió como el corazón se le relajó y las piernas estaban adquiriendo de nuevo fuerza. No sabía si podía soportar un segundo tiro.

—Necesito que estés consciente, no quiero que esto dure toda la noche —dijo Artesano, como adivinándole los pensamientos. Volvió a acomodar la boca del rifle en reverso de su mano, Servina cerró fuertemente los ojos y se mordió los labios.

Estalló el segundo impacto.

Servina sintió la sangre que hizo un camino entre los dedos de Artesano. Él pareció notar la calidez y acercó nuevamente su rostro, le besó la mejilla y luego pegó la suya contra la de ella. Servina pudo sentir el sudor del hombre y lo olió de cerca, pronto se combinó con el de la pólvora. Un olor que jamás olvidaría. Estaba sufriendo, de veras estaba sufriendo y ella solo pensaba en consolarlo. Y pensaba lo idiota que era por querer consolarlo, a pesar de lo que estaba sucediendo.

Aunque no sabía a ciencia cierta que estaba sucediendo.

—Vas muy bien, vas muy bien —dijo Artesano—. Pronto seguirá la tercera, descansa… no quiero que te me desmayes, si no, habrá que repetirlo otra vez y tú marido tan sólo te dio tres balas y eso sería imposible… que me las de, digo, porque ya está muerto.

Y cuando escuchó eso, Servina obligó al cuerpo a resistir un susto de muerte más y no quiso pensar con detalle lo que le dijo Artesano. Trató de mantenerse consciente, aunque ya el cuerpo le fallaba y lo único que le sostenía era la fortaleza de aquel hombre.

—Déjame descansar, ya pronto es el último —dijo Artesano, parecía que hablaba para él—. Te dije que haría el arma, y aquí estoy. No me pidas más.

Si. Hablaba para él, o para alguien más, no para ella. Y Servina no tuvo tiempo para pensar más, cuando sintió que Artesano se preparaba para el tercero. Sentía que se le formaban calambres en las piernas y podía casi jurar que ese sería el definitivo. Maldijo a la Muerte, quien seguramente le habría mentido en su visita y se verían más pronto que lo que cantaba un gallo.

Tercera explosión.

Y Servina no abrió la boca, se dejó caer al piso de rodillas y sollozó fuertemente, abrazó las piernas de artesanos y le susurró todas las groserías posibles, mezcladas con cariño. Había muchas preguntas sin respuesta en su mente, pero de algo estaba segura, de que tenía una libertad que jamás podrían arrebatarle. Podía sentirlo y llegó un momento que dudó si lloraba por el temor a morir o por una dicha oscura.

—Gracias, es todo —dijo Artesano con la voz quebrada, jaló sus piernas y Servina se soltó de ellas. Le dio la espalda y caminó a la salida de la humilde casa.

—¡Espera! ¿Tú mataste a Filemón? ¿Por qué dices que está muerto?.

Artesano volvió la mirada, escondida tras los lentes oscuros. Un rayo permitió ver a Servina que había un camino de agua en una de sus mejillas, ¿eran lágrimas? ¿sabía llorar? No, debía ser el sudor, debía ser el deseo de ella de querer abrazarlo y consentirle.

—No, yo no lo maté —dijo Artesano y sonrió—. Pero así debía ser. Si no lo mataba él, lo tenía que matar yo.

Artesano se fué y Servina se quedó en silencio, mirando hacia la puerta, preguntándose si había sido un sueño o la aparición de algún demonio de ojos brillantes y redondoa.

Un demonio que prometía regresar.

Un demonio que ella deseaba que regresara pronto.

Al irse Burgos, quien se alzó al poder fue su esposa. Servina se atrevería a decir que era igual de eficaz que el mismo Burgos, aunque la diferencia estaba marcada: A ella no le tenían la misma fé, la misma ilusión. Eso hizo la gran diferencia y “¡Bienvenidos a Jaramillo!”, empezó a recibir gente a la que no podía regresársele la fé y que también llegaba sin ella. Cuando se enteraron que era una mujer en el gobierno, muchos se iban por donde vinieron y otros, eran criminales, planeando un nuevo futuro en la Ciudad de Esperanza.

Servina cuando salía de su casa y miraba los grandes edificios que le habían impresionado en la llegada por su majestuosidad, notaba que se estaban volviendo grises. El aire que contaminaba las fábricas, se negaba a dispersarlo y poco a poco, el cielo olvidó el azul y se vistió de gris, más a menudo. Un gris de corrupción.

La pobre Servina se sentía decepcionada, pero no dejó su trabajo. A cada uno que llegaba, pintaba las hermosuras de Jaramillo y contaba la historia de cuando ella había llegado. Con algunos surtió efecto, muy pocos realmente. Los demás la tomaban de mentirosa y se iban riendo o maldiciendo. De cualquier manera, no negó a nadie la entrada a “¡Bienvenidos a Jaramillo!” y cuando alguien quería abusar de su bondad, Servina rápidamente se daba a respetar. Aunque pensó que llegaría el día en que no fueran suficientes sus palabras, así que se prometió comprar una escopeta.

La gente del pueblo de Servina, también estaba perdiendo la fé y ella no se rindió en tratar de recuperárselas, aunque no fuera su lucha. Le había prometido a Burgos y ese era su trabajo, su hogar. Así sucedieron los años, día tras día. Dejó de ser una jovencita para convertirse en una mujer madura. Entre más degeneraba Jaramillo, más crecía la mujer.

Cierto día, llegó vestida de gris y con un abrigo negro, una mujer muy elegante. De curvas acentuadas por su vestido gris plateado, de piel blanca y ojos grises, igual que su cabello corto. Tenía un cuello largo, de esos que gritan sensualidad al que lo mira. El busto bien proporcionado. Las piernas, eran largas también y bien marcadas. Su rostro estaba levemente maquillado, oscureciendo sus ojos y llevaba aretes y un collar discreto que hacían juego, ambos de plata. Caminó con una tranquilidad inusual y una sonrisa lejana. Servina, como siempre salió a recibir a la recién llegada y le invitó un café en su restaurante.

—Ya casi no tengo café y cada día me cuesta más caro conseguirlo —dijo Servina a la mujer, quien esperaba sentada con las piernas cruzadas y con las manos recargaba su mentón—. Se puso la cosa más dura aquí desde que se fue el señor Burgos.

—Me imagino —respondió la dama, mirando una ventana sin siquiera mirar. En la mesa estaba recargado un libro, Servina no sabía, pero no dejaba de mirarlo. Deseaba abrirlo y leerlo, aunque no supiera leer. Y también, le asaltó el deseo de escribir en él.

—Si, así son las cosas en Jaramillo. Usted, usted es la primera en muchos años que carga un libro y también, que me hace recordar el presentimiento. Usted viene de pasada y no regresará. No importa cuanto se quede, no regresará —dijo Servina, aprendió a ser directa con el pasar de los años. La juventud se había ido. Como en un intercambio—. ¿Me podría leer ese libro que usted carga?

La dama sonrío.

—Llámame Violeta.

Servina se sirvió un jarrito de café y se sentó con ella.

—Y tú llámame Servina.

—No te puedo leer el libro Servina, porque está en blanco.

Violeta abrió el libro y se lo enseñó a Servina, quien parpadeó perpleja.

—¿Quién querría leer un libro en blanco? —preguntó Servina y Violeta se rió.

—Quien no le quiera dar un final a su vida, quien no quiera saber lo que sucederá mañana, quien pueda todavía soñar y quiera construir su historia, querrá un libro en blanco. Y este, es el libro más hermoso de todos, porque es el primer libro en blanco que ha existido desde el inicio de los tiempos. Es por eso que lo quieres Servina, todo mundo lo quiere. Sin saber escribir o leer, en este libro tienes la posibilidad de saberlo todo, ya que tú serás la escritora y sólo necesitas tus propias palabras. ¿Lo ves?

—Creo que no comprendo…

—Claro que no —dijo Violeta, sonrío amablemente, recogió su abrigo y se disponía a irse cuando Servina le detuvo con un gesto.

—No regresarás, así que por favor anótame tu nombre en esta servilleta…

La esposa de Burgos murió de cáncer y el que tomó las riendas del poder, fue el hijo. Un jovencito apenas, pero en su mirada —o eso vio Servina cuando le conoció—, se veía el mismo espíritu triste que a veces cargaba Burgos y al mismo tiempo, se le notaba un odio que no pudo haber herdado de su padre. Aunque Servina entendió que era totalmente necesario, ya que la Ciudad de Jaramillo, en cierta forma había adquirido vida propia y la gente sin fé, se convirtió en gente desgraciada. Sólo un hombre con la determinación del odio podía domarla. Había ladrones por todas partes, un caos desmedido, robos y saqueos, el cielo que era azul desapareció y un gris seco le reemplazó en su lugar. La gente era mal pagada. Los niños empezaron a morir, a excepción de los que se quedaban huérfanos por los crímenes.

En esos tiempos, todos querían huir de Jaramillo como ratas, excepto Servina. Ella atendía “¡Bienvenidos a Jaramillo!” con la dignidad que le había prometido al primer señor Burgos, trataba de organizar a los vecinos para que comieran juntos una vez a la semana. Sin embargo, los intentos eran fallidos y hasta los pocos niños habían dejado de asistir. Se fueron unos cuantos y después, dejaron de irse. Se rumoraba que Jaramillo ya no tenía salida, Servina no creía eso posible, ya que ella miraba la entrada de Jaramillo como cuando había llegado el primer día.

—¿Cómo qué ya no tiene salidas?

—Se lo juro por esta. De repente aparecieron un desierto de hielo y uno de calor, un bosque, una selva, ¡No hay salida por ningún lado!

—No puede ser posible, si la misma salida está ahí derecho.

—Vaya usted a cerciorarse por usted misma. El pueblo está embrujado.

Servina frunció el ceño y tronó los labios molesta. Caminó derecho a la entrada por la cual había caminado hacía unos quince o dieciséis años y al atravesarla, se dio cuenta que el pueblo estaba otra vez al frente. Parpadeó perpleja y volvió a intentarlo y como si nunca lo hubiera atravesado.

—Le dije. ¡Todo esto es culpa de los Burgos! ¡Ellos son los culpables!

—¡Se me calla! —gritó Servina molesta— ¡Los Burgos fueron buenos! ¡Si esto es culpa de alguien, es de la misma gente que vive aquí y espera que el gobierno lo haga todo!

No debió haber dicho eso, el comentario se extendió como agua entre los vecinos y dejaron de hablarle a Servina, inclusive los Jiménez la dejaron con su tienda. Con sangre de vaca y de bueyes, le pintaban cosas en las paredes de su “¡Bienvenidos a Jaramillo!” y de su casa también, cuando le veían afuera, le daban una mirada de repudio y se escondían en sus casas. Limpiaba con cal y agua sus paredes todas las mañanas. A Servina no le importaba y cada que podía, defendía al primer Burgos a gritos y al segundo le tenía respeto, pero nada de cariño.

Y el respeto se le fué cuando lo del hijo de Burgos se convirtió en una dictadura (oficialmente declarada por el gobierno, cuando Servina cumplió treintaiseis años), pero entendía al hombre. Solo así podía controlar a la gente y bajaron los crímenes, un poco la contaminación, en algo subieron los sueldos, pero no era suficiente. La gente seguía siendo infeliz.

—Esto parece el corazón de un hombre cuando una mujer lo ha dejado y es demasiado terco para comprenderlo —dijo Servina mirando el cielo un día. No sabía que tanta razón había en ello y la verdad, no deseaba saberlo. La gente seguía llegando a Jaramillo, ahora llegaban de todos los países y lugares posibles. A ella le tocaba dar la mala noticia, a los que español entendían, de que no podrían dejarlo y ofrecerles aunque fuera un cafesito para que no la pasaran tan mal y un refugio para la noche.

Les daba la bienvenida, como había prometido. Era su trabajo y Jaramillo su hogar. No le quedaba más que vivir con ello.

La segunda visita de Artesano, sucedió cuando caía el sol, si a esa mancha gris podía llamársele así. Servina lo esperaba, como todos los días. Aunque cuando le agregaron el Doña a su nombre, diría que ese día era diferente y que lo sabía con absoluta certeza. Probablemente así fue, los presentimientos de Doña Servina siempre fueron atinados.

Lo esperó con el cuerpo vibrándole de deseo y no pudo contenerse, cuando él entró por la puerta corrió a sus brazos y trató de besarle la sonrisa maldita. El impulso tiró el sombrero de bruja y descubrió que el hombre estaba calvo. Artesano se quitó lentamente el abrigo y descubrió un pecho desnudo, lleno de cicatrices.

—¿Me esperabas?

—Desde siempre —dijo Servina, y supo que esa no era su voz. Que algo andaba mal. De alguna manera, estaba haciendo lo que Artesano le requería y no quiso evitarlo, su cuerpo y su mente se rendían ante él.

—Perdóname por esto que estoy a punto de hacerte —dijo Artesano, mientras ponía el abrigo en el respaldo de la única silla de Servina. Ella saltó a su espalda y se agarró a él con las piernas, descubrió más cicatrices en la nuca y en los hombros, también en la calva. Cicatrices que formaban figuras que Servina no entendía.

—Son runas —respondió Artesano a la pregunta no dicha por Servina—. De veras, perdóname.

—Dime que me estás haciendo, dímelo por favor.

—El rifle necesita un dueño —dijo Artesano—. No quisiera hacerlo así, pero es la única manera. Solo alguien que lleve mi sangre podrá utilizarlo como se debe.

Servina comprendió.

—¿Quieres que yo te de el niño? —Servina miró horrorizada a Artesano, pero el cuerpo no podía responderle, ya estaba ella hincada ante él y quitándole el cinturón para bajar sus pantalones. Él acarició cariñosamente su rostro.

—Lo siento, así debe de hacerse. Deja de luchar, siempre lo has querido. Si ya estás así, mejor disfrútalo.

Artesano volvió a sonreír.

_Sexo en el sexo, saliendo y entrando, como cuando se carga un rifle. Martilleo, martilleo. Se escuchan los gritos de aquel que recibe los balazos, se mira el sudor del que acciona por primera vez un gatillo. Se mueven las caderas, con el golpe de un rifle disparado. Se agrandan los agujeros, con el grosor de las balas y los perdigones_.

Amor en el amor, quiere un hijo de nuestra sangre. ¿De veras me quiere? ¿De veras lloró ese día por mi? ¿De veras me liberó? No importa, dedos entre dedos. Me mira diferente, no sonríe, sufre. Está sufriendo, el hombre está sufriendo. Necesita que lo amen, debo besar las cicatrices que con mis ojos entrecerrados cuento.

Abre, empuja, abre, empuja.

Hasta el centro mismo de mi ser.

No hay muerte lenta. Muerte lenta y dolorosa.

No hay sacrificio sin pago. Se lo doy todo, él lo ha pedido.

No debiera hacerlo. Si ella supiera la verdad. Tal vez si se lo doy, me diga la verdad entera.

Tan pobre, que nunca pensé en ella. Todas mis noches, sólo recordándo su rostro.

Y es que, aunque no quiera…
así debe ser.

Servina se embarazó y se mantuvo escondida a los ojos de Jaramillo, ya que se había enterado que las parejas no podían tener hijos y ya casi no existían niños. Como un sueño, se habían perdido sus risas y sus juegos. Por eso se escondió de la gente del pueblo. Dejó de lavar las paredes, pero pronto dejaron de pintárselas con sangre, creían que Servina se había vuelto loca y había decidido esconderse. No estaban tan lejos de la verdad.

Fueron malos meses para Servina. Tuvo que pedir a los recién egresados a Jaramillo encargos, ya que las provisiones de la tienda se acababan conforme pasaba el tiempo. Se lo pedía a los pocos que veía honestos y con buenas intenciones. Los encargos por lo general eran por comida y otras cosas, por lo general, básicas. Tuvo que aprovecharse de su ingenuidad y realmente, ninguno de ellos recordaría a la única mujer embarazada del Jaramillo de Burgos hijo.

Sabía que su hijo no podía ser natural, no sabía que demonios era Artesano, pero no podía ser natural. Recordaba con detalle aquella noche y se sentía como una ramera. Dejó de esperarlo y lo odió con fuerzas. Lloró silenciosamente en las noches, a solas, en uno de los cuartos del refugio de Jaramillo y de día, ponía su mejor rostro.

Ya que cada día, al menos llegaba uno nuevo a sus locales. No bastaban los niños, si diario llegaban de tres a cuatro gentes.

Esa temporada fue de muchas servilletas, ya que ninguno regresaba a verle. Aceptó resignada. A nadie le gustaba que le anunciaran que no podría dejar la Ciudad de Jaramillo. La Ciudad Maldita.

El niño nació un día que no llegó a nadie y Servina estuvo más sola que nunca. Tuvo que soportar el dolor y de alguna manera, sabía que el niño nacería bien, pero el dolor y la sangre, habría de recordarlos todavía muchos años después. Gritó el nombre de Artesano como tantas veces pudo y manchó de sangre la cama que había servido para el nacimiento. Y el niño, el maldito niño de todas maneras nació bien. Lloró al primer salto y despejó de inmediato sus pulmones. Servina, como pudo, se consiguió unas tijeras para cortar el cordón y se puso al niño en brazos. Revisó apenas que estuviera sano, le miró los ojos azules opacos y algo de cabello claro en la cabeza. Ya después, se dejó vencer y cayó dormida.

El niño se cuidó así mismo, como en un trance. No necesitaba de ningún instinto de supervivencia, porque el niño de todas maneras hacía lo suyo. Servina no le puso nombre, ni después de cinco o seis años. Lo miraba y sencillamente, le olvidaba. Artesano habló en serio cuando le dijo que necesitaba uno de su sangre, ya que de Servina no tenía nada. Solamente fue el vientre.

No fue necesario decirle que no saliera a jugar, porque éste no lo hacía y el niño también era callado. Él solo se servía su comida y hacía sus necesidades, sin que nadie le dijera nada. Servina regresó en algún momento a su casa y la gente del pueblo le miró extrañada, preguntándose dónde había estado o qué había impulsado a que saliera de su locura. Raras veces miraban al niño, y al verlo, creían que era uno de esos niños indigentes. Aparecía tan esporádicamente, que solían creer que cada vez era un niño diferente o un niño nuevo.

Servina, los primeros años, intentó llevar al niño a su casa. Pero este se negaba con los ojos. Luchó unas diez veces contra esa mirada, pero jamás dio resultado. El niño lograba quedarse en la misma habitación que había nacido. Servina, tan sólo por compasión, limpiaba el cuarto que el niño había decidido como su hogar en el refugio.

El niño cumplió siete años y Servina gozaba de sus cuarentas. Las canas habían empezado a surgir en su cabello y unas cuantas arrugas también, se las miró indiferente. No le importaba envejecer, solo pensaba en trabajar y en su hogar. De nuevo se hizo cargo de conseguir lo básico para echar a andar de una manera más regular a “¡Bienvenidos a Jaramillo!” y logró, de nueva forma, conseguirlo. Se sentía fresca y contenta, a pesar de la desgracia de la Ciudad.

Llegó en esas fechas, un hombre con un parche en el ojo y una pata de palo. Llevaba consigo una pistola ceñida en el pantalón. Servina salió a presentarse y recibirle. Dijo que le invitaría una noche en el refugio si le daba la pistola y el hombre de la pata de palo consintió. A pesar de la dureza de su rostro cuadrado y sus facciones rudas, se veía un buen hombre.

—¿Qué lo trae a Jaramillo? —preguntó Servina educada, tomó la pistola y la puso en donde preparaba el café. El hombre tomó asiento en una de las mesas.

—Si tiene por ahí unos huevitos a la ranchera…

—¡Claro que sí! —dijo Servina animada, dejó que el agua hirviera mientras buscaba los huevos, el aceite y los sartenes—. Pero me supongo que no vino a Jaramillo por unos huevos a la ranchera.

El hombre rió de buena gana con el comentario.

—Me llamo Arnulfo —dijo—. Y vengo buscando a Satanás.

—Nadie lo ha visto en este pueblo, creo que éL mismo le huye.

—No lo crea Doña Servina, no lo crea. Pronto vendrá y se hará el infierno en Jaramillo. Es menester que alguien le detenga.

A Servina le gustó el Doña en su nombre y decidió apropiárselo. Cocinó los huevos tranquilamente y apagó el agua para el café. El hombre de la pata de palo esperó pacientemente, mirando a la ventana. Doña Servina llevó el plato, los cubiertos y el café negro del señor. Se decidió acompañarlo con un café.

—Y cuénteme, ¿qué querría éL en este pueblo?

—No lo sé, pero ya estoy acostumbrado a perseguirlo. Vendrá, sé que lo hará y ésta será la definitiva.

—¿Le ganará usted? —preguntó Servina, creía que el hombre estaba loco, pero le agradaba. Era el tipo de locos con los que podía platicar agusto.

—No lo sé. Pero al menos me divertiré, sea esta mi última batalla contra éL.

—Valiente usted.

Arnulfo sonrió con el comentario y siguió comiendo despreocupadamente. Se quedaron en silencio. Doña Servina decidió romperlo con una pregunta.

—¿Entonces sabe que de Jaramillo no se puede salir?

—Si, lo sé.

—Valiente o idiota, usted decide.

Arnulfo se rió, terminó su comida y se terminó su café sin ninguna prisa. Doña Servina le observó y esperó el momento indicado para extenderle una servilleta y una pluma. Le pidió su nombre y Arnulfo consintió.

Servina miró la servilleta y sonrió al leer el nombre completo del hombre.

—Lo sé —dijo Arnulfo—. Pero no haga ningún comentario al respecto, por favor.

—No se preocupe, al fin que aquí no se bebe.

Arnulfo alzó una ceja y le miró usar la servilleta para limpiar la mancha de café que había dejado su jarrito. Se despidieron con un abrazo, si, éste loco le caía particularmente bien y hacía mucho que nadie le abrazaba y le hablaba con tanta familiaridad. Las visitas por lo general terminaban mal cuando anunciaba la desgracia que significaba el futuro en Jaramillo.

Antes de que Arnulfo saliera, escucharon al niño rubio asomarse de su habitación. La mirada de Arnulfo y el niño se cruzaron, y hubo un intercambio de miradas que Servina no comprendió.

—Es inevitable —susurró Arnulfo y se encogió de hombros—. No podrá decidir por si mismo cuando llegue el momento.

Doña Servina miró al niño también, tratando de buscar lo que encontró Arnulfo.

—Ya no importa —dijo Arnulfo y sonrió—. Tal vez el niño es el más honesto de todos nosotros, al no tener ninguna aspiración.

Arnulfo salió y Doña Servina miró como se perdió hacia la ciudad. Y como había prometido su servilleta, no lo volvió a ver.

En el cumpleaños número diez del niño, sucedieron dos cosas. La caída del hijo de Burgos del poder por un hombre llamado Goethe von Lurendberg y la última visita de Artesano.

Servina tuvo el deshonor de recibir a ambos hombres.

Goethe von Lurendberg, llegó subido en el toldo de un camión de su ejército personal. Cientos de hombres y decenas de camiones marchaban con él a sus espaldas. El camión donde el iba montado, era conducido por el General y en el asiento del copiloto, iba su hija mirando. Caminando a un lado del camión con una correa que llegaba hasta la mano de Lurendberg, iba una mujer que Doña Servina de cabello, ojos, abrigo y vestido grises. ¿Podía ser posible? No, esa mujer era diferente. Era ya una mujer de ojos vencidos y no llevaba el Libro de Hojas Blancas en sus brazos.

A medida que Von Lurendberg se acercaba, Servina notó que no podía descubrir su rostro, ¿eran cejas espesas o delgadas? ¿su nariz era ancha o larga? ¿sus labios gruesos o delgado? ¿era su rostro blanco como su piel o moreno?. Vestía un traje blanco, con mocasines y tenía ambas manos en las bolsas de sus pantalones. La espalda estaba ligeramente curveada hacia atrás y tenía un puro en sus labios. Su cabello rubio estaba peinado totalmente hacia atrás.

La marcha se detuvo ante “¡Bienvenidos a Jaramillo!” con una orden de Lurendberg, que tan sólo fue un ligero movimiento de manos. Se bajó de un salto agraciado del toldo, amarró la correa de la Dama Gris al camión y caminó hacia Doña Servina que lo miraba de lejos. Ella miró de un lado a otro y notó que algunos vecinos se asomaban discretamente para saber qué sucedía.

—¡Mi querida Doña Servina! —dijo von Lurendberg—. No sabe cuánto he escuchado de usted, ya ansiaba llegar para que me invitara un café.

—¿Es obligatorio? —preguntó ella, era la primera vez que quería negarle a alguien la bienvenida.

—Lo es, el querido Señor Burgos así lo hubiera querido y hablo del finado Señor Burgos, no de aquel mozalbete de su hijo.

Doña Servina miró desconfiada al Hombre sin Rostro.

—¿Cómo sabe usted del Señor Burgos?

—Oh, mi querida Doña Servina, fuimos amigos. Digamos que tuvimos negocios en el pasado. ¿Me invitará a pasar?

Von Lurendberg se acercó lo suficiente para que Doña Servina pudiera oler su puro, aspiró profundamente y sintió que le faltaba un poco al aire. Supo, por alguna extraña razón, que Von Lurendberg podría en cualquier momento cortarle el oxígeno con tan sólo otra chupada a su puro.

De pronto, se le hizo que su trabajo era el más maldito sobre la tierra.

—Pasa Von Lurendberg, solamente me alcanza para un café y no hay espacio para sus hombres.

—No se preocupe mi querida Servina —dijo Lurendberg—. Un café será suficiente y debo admitir que es un capricho abusando de su bondad. Quiero conocer la ciudad que pronto será mía.

Doña Servina abrió la puerta de un empujón, hizo el café de mala gana y ni siquiera le invitó a Lurendberg a sentarse. A éL no le importó, se sentó de todas maneras en la mesa más cercana a donde Servina preparaba el café y fumó su puro tranquilamente. El humo, rápidamente se extendió para cubrir todo el local e hizo el ambiente pesado y difícil de respirar.

—¿La ciudad que pronto será suya?

—Si, mi querida Doña Servina. Si supiera la riqueza que guarda esta Ciudad en su interior, tan sólo hay que buscarla. Está escondida. Mi ilusión es bastante grande como para encontrarle.

—Tenga cuidado —dijo Servina—, esa misma ilusión podría matarle. Aquí la ciudad se alimenta de ello y tuerce las cosas al final.

Lurendberg rió.

—Pasará mucho tiempo antes de que yo muera y usted, a usted le queda el suficiente para ser testigo de todo lo que sucederá —Lurendberg de repente pareció serio—. Y eso será porque yo le perdone la vida, ya que mi querido Señor Burgos me ha pedido eso como un favor.

Doña Servina hizo una mueca.

—Usted no conoce a Burgos, el jamás pudo haber hecho un negocio con una persona como usted.

—Todos hacen negocios conmigo, tarde o temprano. En una broma, en un juego malintencionado, en el sacrilegio, o en una sencilla grosería. Ahí estoy para escucharles y ver si su capricho es lo suficientemente… redituable. Y el capricho del Señor Burgos, ofrecía demasiado para dejar pasar la oportunidad.

—¿Quién es usted realmente? —preguntó Doña Servina, azotando los trastos. La presencia de el Hombre sin Rostro la ponía muy nerviosa, no le dejaba concentrarse. Olvidaron el café, supo que Lurendberg estaba ahí por otras razones.

—Quiero saber, mi querida Doña Servina —dijo Lurendberg y se acercó a ella. Doña Servina sintió que el humo empezaba a metérsele por los poros y amenazaba con retorcerle desde el interior del cuerpo si no respondía con la verdad—. ¿No sabe usted el posible paradero de un Libro con Hojas en Blanco?

—No —apenas dijo Servina. Sintió como si le apretaran los órganos y se le dificultó respirar. Aún así, no se contuvo—. Y si no se larga, lo echaré a patadas cabrón. ¡Está usted manchando todo lo que construyó el Señor Burgos con su sola presencia! Vaya y piérdase en la Maldita Ciudad si quiere, pero no vuelva a poner un pie aquí o le juro…

—No jure en vano.

—Le juro que lo mataré.

—¿Lo desea lo suficiente?

—Y que Dios me perdone, pero si.

—Que bonito —dijo Lurendberg indiferente, tomó una servilleta y él mismo anotó su nombre, sin que ella se lo pidiera. Se la dio a Doña Servina en la mano.

—Lea.

Doña Servina obedeció.

—¿Y bien? ¿Usted cree que Dios le perdone si me mata? O más bien… ¿podrá usted perdonarse a si misma?

—Esto es una broma —susurró Servina.

—No lo es, pero ya me dijo lo que necesitaba saber, mi querida Doña Servina y el tiempo se me acaba, no quiero discutir. No nos volveremos a ver, pero sabrá usted de mi. Ya lo verá.

Y Doña Servina lo miró irse con el humo de su puro, como aquella vez, hacía mucho tiempo. Miro al Hombre sin Rostro arrastrar a su ejército consigo hacia la ciudad. Se sentó en una mesa y recargó su rostro en los brazos. Recordó a Arnulfo y supo entonces, que le habló con la verdad. Era la única explicación posible.

El niño miraba sin ninguna emoción en el rostro, llorar a Doña Servina en la tarde de su cumpleaños número diez.

Y en la noche de ese día, Doña Servina se encontraba todavía llorando. Se detuvo en cuanto escuchó que tocaban la puerta al refugio, se limpió las lágrimas con el puño y abrió la puerta.

Artesano se encontraba mordiendo una manzana.

—Vengo por el niño.

Doña Servina iba a azotar la puerta en las narices de Artesano, cuando el niño se adelantó y detuvo la puerta antes de cerrarse con su mano.

—¡Muy bien! ¡Qué todo esto termine ya! ¡Lárguense los dos!

—Gracias y perdóname, de veras, perdóname —dijo Artesano y mordió su manzana, el niño caminó hacia él y se adelantó.

—¿A dónde te lo llevas?

—No es de tu incumbencia.

—¡Al menos dime eso!

—Lo llevaré con una familia y él será su hijo. Así debe suceder. Es un niño todavía y no puede usar el rifle que le he construido. Todavía no ha decidido.

Doña Servina tenía un terrible dolor de cabeza, lo único que quería hacer era dormir y no despertar ya.

—¿No me vas a pedir que te lo anote? —preguntó Artesano.

—Imposible, si nunca te fuiste y nunca te irás —dijo Doña Servina molesta. Miró a Artesano sonreír.

—Eso depende de ti, realmente —dijo Artesano, tiró los restos de la manzana, tomó la mano del niño y se lo llevó. Antes de irse, volteó a mirar a Doña Servina una vez más, quien estaba recargada en la puerta, quería asegurarse de que se fuera—. Mi nombre es Homero.

—Mucho gusto —dijo Doña Servina—. ¿Y el del niño? Siempre fue tuyo.

—Seré poco original —dijo el hombre, acomodó su sombrero de bruja y se ciño el abrigo negro—. Se llamará igual que su padre.

Y les miró partir. Esa noche, Doña Servina se enteró de que Von Lurendberg se alzaba oficialmente al poder. Cerró las puertas de “¡Bienvenidos a Jaramillo!”, se encerró en su casa y se hundió en un largo letargo que le duró veinte años. De veras no quería saber más y estaba ya muy cansada.

Y Doña Servina ya no contó los años durante la época de Lurendberg. Usualmente, algunos vecinos, quienes cambiaban con el tiempo, le visitaban y platicaban con ella, como se le compadece a una abuela que vive de recuerdos. Entonces Doña Servina sacaba su cajita de servilletas, sacaba varias y platicaba viejas historias. La gente le pedía que abriera de nuevo sus tiendas y ella se negaba, decía que ya no era necesario. Había sucumbido a la tristeza y la maldición de Jaramillo en su totalidad. Sabía que abrir sus tiendas no haría felices a los vecinos como ellos creían. Tan sólo les complacería un deseo egoísta de recordar el pasado.

La ciudad había vencido sus huesos de sesenta años.

Hubo nuevos llegados que tocaban las puertas, pero Doña Servina ya no respondía. Hacía mucho que había perdido la fé. Pero sus huesos tuvieron que levantarse, cuando escuchó música que no había escuchado antes. Se asomó desde su ventana y lo primero que vio, fue un elefante adornado con hermosas telas. Gente vestida de una manera extraña, colorida, arrastrando con ellos la felicidad que se había perdido. Le dio nuevos bríos y en cierta forma, ese día, le dio mucha esperanza.

“¡El Circo de los hermanos Arlequín!”, leyó Servina en un letrero. No pudo evitarlo, salió a recibirlos y abrió las puertas del restaurante para prepararles un café. Charló con ellos de Jaramillo y les advirtió lo que probablemente les esperaba, pero al ver que los hermanos: Joel y Rafael Arlequín, sintió que tal vez podrían cambiar el rumbo de las cosas. Con ellos iba una adivina ciega que se hacía llamar La Tía Yemita, tenía más o menos la edad de Servina. Y como todas las adivinas, callaba y bebía su café en silencio.

La adivina no le dio buena espina. Pero le dio gusto conocer a los hermanos Arlequín.

Y se fue el circo rumbo a la ciudad. Servina no volvió a saber de ellos, pero al menos durmió contenta esa noche y con tres servilletas nuevas para su cajita.

Poco después que el circo, llegaron una madre y su hijo. Servina abrió sus puertas porque la madre era necia y tocaba su puerta como si quisiera tirarla. Los miró, se miraban exhaustos, como si hubiesen caminado toda la noche. El niño en cierta manera le recordó la sensación sobrenatural que le dio el niño que alguna vez parió, sin embargo, era distinto. Este niño no estaba en ningún trance, más bien, era capaz de hipnotizar a quien quisiera.

Les ofreció el refugio, porque no eran horas de llegar y también porque le intrigó el niño.

—¿Y no nos puede ofrecer nada de cenar?

—Si promete no regresar… —dijo Servina y suspiró—. Olvídelo, es obvio que no regresará. ¿Y no gusta también un café?

—Si.

—¿Cómo se llaman?

—Mi nombre es Celia y este es mi hijo, Matías.

—Doña Servina a sus órdenes. ¿A qué viene, señora Celia?

—¡Vengo a qué mi hijo se haga escritor! Inventa unos cuentos maravillosos, si lo escuchara.

—¿Si?

—¡Si! Anda, invéntale un cuento a la señora, Matías. Y será mejor que lo hagas mi querido, porque no tenemos para pagar el refugio…

—Ah, no será necesario. Éste refugio ya no se cobra como antes —dijo Servina sonriendo con el rostro lleno de arrugas y miró a los ojos del niño. Parecía mágico—. Además su criatura se ve cansada, creo que necesita dormir.

—No es necesario, le contaré un cuento chiquito —dijo Matías sonriente, el niño tenía la piel tostada, tal vez de caminar tanto en el sol. A Doña Servina le gustó su sonrisa.

[Matías Elizondo – Cuento Corto] El niño que miraba su yo pasado.

_Había una vez un niño chiquito que se cayó del columpio porque vio un brillo intenso y se raspó la rodilla. El niño lloró y lloró, hasta que vino su mamá, y le curó la rodilla. Le dijo que no se preocupara y le compró una paleta muy grande y muy roja, que brillaba con la baba y el sol. El niño muy contento, se prometió regresar el día de mañana y prometió que ya no se volvería a caer.

Y cuando regresó, entonces se miró a si mismo caer del columpio, así transparente como un fantasma. Miró como lloró y lloró por su rodilla, hasta que llegó su mamá, y le curó la rodilla. El niño se acercó a su fantasma y le dijo que no se preocupara, que disfrutara su paleta, que era muy grande y muy roja, y que brillaba con la baba y el sol. Le regaló una sonrisa a su fantasma que no lo podía ver y se puso contento cuando vio que su fantasma prometió que ya no se volvería caer. Entonces se hizo tarde y el fantasma y el niño regresaron a sus casa. Se prometió el niño que mañana si intentaría lo del columpio.

Al siguiente día, el niño regresó y miró a sus dos fantasmas. El fantasma-chillón y el fantasma-contento. No le importó y se subió al columpio, se había prometido que tenía que hacerlo. Estaba muy contento y rió, y dejó de prestar atención a los dos fantasmas de su pasado. Se agarró muy bien a las cuerdas del columpio y no se soltó, pero fue entonces que miró un destello muy intenso y cayó, volvió a rasparse la rodilla. Lloró y lloró y su mamá llegó con una paleta roja.

El muy tontote no se daba cuenta que era el brillo de su baba y de su paleta el que lo hacía caer todo el tiempo.

Y es por eso ya no hacen las paletas tan dulces como antes. Y también, eso le enseñará a los niños chiquitos a no llorar por el pasado, ya que pude negarles mirar el presente y les hará tener miedo de vivir su futuro_

Doña Servina sonrió al niño y le dio un beso en la mejilla. Los dejó dormir esa noche y hasta les preparó un desayuno en la mañana.

Pidió sus nombres como siempre, era muy difícil matar la costumbre.

En quince años más, llegaron otros dos grupos de visitantes que obligaron a Servina a abrir sus puertas. Llegaron juntos, un hombre muy joven con una niña de dos años en sus brazos y un hombre humilde, de tal vez cuarenta años, caminando con un niño negro que tocaba cargaba una maleta negra.

—Me llamo Ernesto Rodríguez —dijo el joven contento—. Y vine a Jaramillo porque creí que necesitarían profesores.

Doña Servina le sonrió compasivamente al hombre, se tomó ese café en silencio y le dejó charlar de todos los planes que tenía en el futuro. Luego platicó que después de la muerte de su esposa, su hija y él tenían la esperanza de vivir una nueva vida en la Ciudad de Jaramillo. Doña Servina no tuvo el corazón para decirle a Ernesto lo que podía esperar, todavía tenía los bríos de la juventud y decidió que a ella ya no le correspondía matar historias.

—Luche mucho —fue el único consejo que le pudo dar Servina—. Y no se rinda. De veras no se rinda, el trabajo y un lugar donde vivir, no importan tanto como la fé de uno.

Ernesto le agradeció a Doña Servina de todo corazón y le dio su respectiva servilleta.

En cuanto a los otros dos, esperaron a que Ernesto Rodriguez se fuera con su hija. Mientras, el niño negro acariciaba un estuche negro que guardaba un saxofón y miraba a todas partes.

—Mi nombre es Jonás Romero y éste es Billy, mi hijo ciego —dijo el hombre de treinta años, humilde, moreno—. Vinimos a buscar fortuna aquí, doña. Ya ve que la cosa esta cada vez más negra allá fuera.

—Ustedes no tienen ni idea, ¿cierto?

—¿De qué, mi doña?

—Aquí no hay fortuna, solo desgracias.

—¡Pus siempre vivimos en la desgracia mi niño y yo! Por eso nos vamos de pueblo en pueblo, buscando las monedas que la caridad nos ofrezca, ¿cierto mi Billy?

—Yup —respondió el niño negro.

—Es bueno que toquen música, a este lugar le falta un poco de color. Hace mucho pasó un circo muy bello por aquí, pero ya no supe que fue de ellos.

—Pus a la mejor le huyeron a la gente aburrida. ¿Gusta qué le toquemos algo?

—No, no gracias. Hoy no. Guarden su canción para alguien que lo merezca. Y anden, vayan a la ciudad, que podría caerles la noche y se afea la cosa. El ejército ultimamente está más agresivo con los extraños.

—¿Ejército? ¿A poco el ejército está chambeador aquí en La Ciudad de México?

Doña Servina se echó una carcajada, le gustó la ingenuidad de aquel hombre.

—¿No leyó usted el letrero?

—Nope! He doesn’t know how to read —respondió Billy.

—¿Eh?

—Nada mi doña, no se preocupe. Tengo un hijo bilingual. Entonces con su permiso, entre más pronto lleguemos a México, mejor. ¡Se me cuida! ¡Vámonos mi Billy! Que la chamba es dura y el tiempo es poco. Taim is moni, como dicen los gringos.

Billy anotó ambos nombres en una servilleta y se despidió con una sonrisa de aquella mujer. Doña Servina les miró caminar contentos en el camino hacia la ciudad. Se dejó a llevar a su casa por el viento y volvió a encerrarse, le agradaron el músico y el humilde. Y les prometió en silencio, que serían los últimos en verla… aquel hombre humilde con su niño negro que hablaba inglés y tocaba el saxofón.

Cerró su cajita de servilletas y la amarró con un listón. Salió y miró los tres establecimientos que eran unidos por un sólo letrero que decía: “¡Bienvenidos a Jaramillo!”. Le sonrió al letrero. Era hora de irse, sólo esperaba que La Muerte estuviera ahí esperándola como prometió.

Y ahí estaba, recargado del otro lado del letrero. Vestía diferente que como la primera vez que le conoció, ahora llevaba unos jeans y una chamarra negra que le tapaba el rostro. Un cuervo posaba en su hombro y graznó cuando vio a Doña Servina caminar hacia ellos.

—¿Ya es hora viejita?

—Ya. Pero como no puedes entrar a Jaramillo, decidí irme yo solita. ¿Me acompañas?

—Está bien.

—Pero no me hagas la broma esa horrible, de que cuando pase el letrero, me tenga que quedar otra vez. Ya estoy cansada y trabajé mucho.

—¿Segura que no te quieres quedar? Todavía te falta vivir lo más hermoso.

—No, ni lo quiera Dios. Esto se va a poner color de hormiga. ¿Entonces? ¿Si me voy a poder ir o no?

—Pues a ver, inténtalo. No te prometo nada.

Doña Servina dio pasos chiquitos para intentar atravesar el letrero, mantuvo los ojos abiertos y fijos en el cuervo de la muerte.

—¿Ese como se llama? —preguntó mientras caminaba.

—Se llama Gerardo.

—¿No me dirás que es el mismo?

—Si te dijera todo lo que hiciste Servina, creo que no te sorprendería saber que sigue siendo el mismo cuervo, tanto como todas las historias que nacieron alrededor de ti.

—Oh, tengo mi cajita de servilletas. ¿La cargas?

Doña Servina, ni cuenta se dio que ya había atravesado la entrada marcada por el letrero, sus piernas ya estaban muy cansadas pero de todas maneras pero le daban para seguir caminando mucho rato.

—Si, dámela. ¿Cuántos nombres recogiste?

—Muchísimos, ¿quieres qué te cuente como conocí a cada uno de ellos?

La Muerte sonrió, con una mano cargó la cajita de servilletas y tomó la mano de Doña Servina. Caminaron juntos, dejando lejos Jaramillo. A pasos ligeros, mientras Doña Servina contaba las historias de cada una de sus servilletas. Contenta y sonriente, con La Muerte tomándole de la mano.