Tuve que salir a comprar cigarros para contar esto porque se pone bien meloso. Neta. Vino la Matilda a conocer al Borneos y “hubo química”. Nunca he entendido la frase. Supongo que se refiere a los procesos hormonales y bioquímicos, cargas eléctricas que recorren desde la punta de los pies hasta erizar los cabellos y peinar las cejas, procesos que suceden cuando dos personas se encuentran y de manera exitosa se atraen mutuamente. Se atraen tanto, que sólo piensan en juntar los dedos de las manos, meterse la lengua hasta la garganta y poner los ojitos en blanco, como una expresión teatral similar al orgasmo. Aunque la Matilda se llenara de gorros me imaginaba que se le paraban los pelos como a un gato y el Borneos, aunque no la mirara a los ojos, se notó la voz de galán cuando le hablaba a través del celular.
En ese momento estaba trabajando en un casting para escuincles y tenía una junta. El director estaba de necio con que no le gustaba nadie, así que prometía ser extático. Cuando llegó la Matilda ni la saludé, como estaba de mal humor, pues la jalé del brazo, la pasé a la sala de edición, la senté y me fui rapidamente a la sala del café. Cuando me encontré al Borneos, midiendo el muy mamón la cantidad exacta de granitos de azúcar, lo jalé de una de sus bufandas, atravesamos dos escaleras, un pequeño patio, subimos a la sala de edición, jalé una silla adicional, lo senté frente a Matilda y les dije–. Dense la mano, platiquen y los veo al rato. Preparé mi foldercito, mis cd’s, sacudí la mano despidiéndome y me fui.
Tres horas, un dolor de estómago, una lluvia más tarde y aún con la presión de la junta del día siguiente, llegué a la oficina y antes de pasar a la sala de edición, me di cuenta que había olvidado por completo a la Matilda y a Borneos. No le expliqué en ningún momento a Matilda que él se hacía el autista y para platicar con él, se necesitaba un celular en la mano. Chasqueé los labios pensando que ya lo había arruinado, me encogí de hombros y entrando a la sala de edición, me encontré la cosa más extraña que estos ojos hubieran visto. Matilda y Borneos seguían sentados el uno frente al otro, en silencio, mirándose con ojitos de borrego muerto. Lo primero que pensé, es que estaba pendejísimo trabajando en lo mío, ya que la creatividad daba a cualquier ser humano tres horas de vida para permitirse verse… nada más verse. Pasmado, me jalé una silla y me senté junto a ellos. Como si yo no existiera.
–Matilda –susurré y ella no respondía, con la mirada buscaba algo en Borneos. Suspiré cansado, le puse una mano en el hombro y ella, discretamente movió la cabeza para reconocer mi presencia, sin embargo no dejaba de observar a Borneos. Miré a Borneos y miré una chispa curiosa en sus ojos, una chispa más poderosa que la acostumbrada, cuando piensa antes de soltar una de sus ideas que para todos es chingona, menos para mí–. Matilda… ¿qué pasa?
–Tú amigo y yo hemos platicado mucho –me dijo ella.
–¿Eso es cierto Borneos?
Borneos simplemente acomodó sus codos sobre sus piernas para verla mejor. Giré los ojos. Cuando dos cuerpos pueden estar quietos, mirándose, durante tres horas completas, me vienen dos imágenes a la cabeza: O son depredador y presa, o simplemente la química que surge entre ellos es asombrosa donde puedes mirar como las conexiones neuronales pujan por alcanzarse en el espacio que los divide, hilar una red y después, sus pequeños arquitectos unir dos corazones a través de un puente que, más allá del espacio físico y el clásico padre tiempo, se sostiene en un sólo nombre que al principio pertenecía a dos naciones. ¿Exagero? No creo, todos los que estuvimos en la oficina ese día, podemos de alguna manera atestiguar el silencio más poderoso que hemos visto: A veces pasaba Ricardo y los miraba, preguntaba algo, respondían no sé y seguía su camino, entonces pasaba Juan Carlos, los miraba, buscaba algo en las computadoras, les preguntaba algo y ellos alzaban los hombros. Juan Carlos y Ricardo comentaban el suceso, y diez minutos más tarde, pasaba el mismo Jorge Carrillo (mi jefe) en persona, les preguntaba algo y al recibir respuestas vagas, y sentir la pequeña tormenta invisible que había entre esas miradas, mejor iba a servirse un cafecito, bajaba a la oficina y le hablaba a un viejo compadre para ver si hacía un comercial que debía ser pagado en veinte mil pesos, por cinco mil. ¿Y quién fue el pendejo que se tomó tres horas explicándolo todo a todos cuando terminó el día? Pues fui yo.
Saqué mi celular y me lo pegué a la oreja. Matilda me miró de reojo.
–Borneos… llevas tres horas, ¿mirando a Matilda?
Borneos sacó su celular, miró hacia a mí, y respondió con una pregunta–. ¿Se llama Matilda?
–Así es.
–No había escuchado su nombre.
–No seas mamón.
–¿Estas hablando por teléfono con él?
–No exáctamente Matilda. Borneos no habla con nadie, a no ser que tenga un celular pegado en la oreja.
–Wow, qué interesante.
–Enfermizo y pendejo, más bien.
–Oye, oye, qué te estoy escuchando.
Matilda sacó su celular y habló con nosotros–. Mucho gusto Borneos, soy Matilda.
–Hola Matilda. Disculpa que no haya platicado contigo, pero es que… necesito tener un celular, porque es importante para mí. Si no, no puedo hablar con las personas y no las escucho.
–¿De verdad? ¿Eres como sordomudo y necesitas tu aparato?
–Algo similar.
–Eso es increíble. Entonces, cuando no tienes el celular, es como si las palabras de otros no existieran.
–Algo así. Aunque estoy todavía consciente de mi entorno, le doy prioridad a mis pensamientos.
–Mira esta clase de mamón… increíble…
–Wow. O sea, ¿si sabías que estaba aquí? ¿Frente a tí, mirándote? ¿Escuchaste lo primero que te dije?
–Sí. Me dijiste: Mucho gusto Borneos, soy Matilda.
–Pero lo de antes, lo de hace rato.
–No lo escuché, lo lamento…
–Bueno, ya no importa. Te dije que mi nombre era Matilda.
–Ahora lo sé, prometo que no se me olvidará.
–¿Te gustaría tomarte un café conmigo Borneos? Porque debo irme, y la verdad… no me gustaría desperdiciar la oportunidad de conocerte.
–¿Puedo ir?
–Por supuesto que sí, Matilda.
–¿Te parece si lo hacemos mañana, a las cinco?
–Excelente. Aquí nos vemos.
–Nos vemos mañanita, entonces. Agustín me acompaña a la puerta… no te preocupes… sé que piensas mucho… no quiero molestarte… prometo mañana platicar muchísimo contigo, así como hoy, que parece todo lo dijimos con los ojos. ¿Me entiendes? Bueno, ya… estoy imaginando cosas, mejor mañana platicamos con calmita, y con un poco de cafeína, soltamos la lengua, y le pondremos palabras a todo lo que pasó hoy. Muchas palabras… muchas gracias Borneos. Me ha gustado verte hoy.
Matilda guardó su celular y Borneos, la miró un poco extrañado mientras guardaba el suyo. Miré el mío y me sentí ridículo. Suspiré, me encogí de hombros, me levanté y seguí a Matilda a la salida de la oficina. Ella sonreía, se veía contenta debajo de sus lentes setenteros y sus gorritos de mil colores. Caminé lento, detrás de ella, admirándola por encima de su hombro, cargaba con una luz interna, como aquella vez que me había contado de otros quince cabrones de los que se había enamorado, pero esta vez era diferente… esta vez, estaba fascinada.
–Estoy fascinada con tu amigo. Valió la pena. En serio… no sé como agradecértelo.
–Las nalgas.
–No Agustín, tú no me hiciste caso y ya no siento nada por tí.
–Menos mal.
–¿Qué debería hacer para no regarla?
Un diablito siniestro sonrió dentro de mí. Conocía la personalidad de Borneos. Sabía que si el tipo había tenido sexo, era porque sus mujeres prácticamente lo violaban mientras él miraba la inmensidad del techo, de alguna habitación de hotel, y se recluía en su mundo feliz, pensando en insecticida sabor miel para toda la familia. Tal vez en quince años me arrepienta de lo que dije–: Pues llévatela tranquila. Tú calmada. No le digas que lo adoras, aguántate, sal con él, tómate tu tiempo. No te le avientes, o sea… neta wey… neta.
–Pero me fascina tu amigo. A él si se las doy. A ti te las daba ayer, pero no quisiste.
–Ya pues. Prométeme que te tomarás tu tiempo. Sobre todo porque Borneos es un chavo muy especial. Se puede asustar muy fácil.
–Lo prometo, seré muy cuidadosa… me encanta, me encanta, pero tienes razón. Sus manías, ¡ay no sé! sus manías me fascinan. Me asustan, pero es como la montaña rusa, ¿sabes? Me quiero tirar todita y gritar, pero ya sé, primero la subida wey, suavecito. -volteó a mirarme, me sonrió y me dijo–. Ayer te las daba, ¿eh? Acuérdate de eso.
–Si, no mames… no voy a dormir tres días. Anda pues, ya vete tranquila.
Le di un beso en su mejilla y vi atravesó la avenida para tomar un taxi. A veces, los trapos tenían su beneficio, porque alguna brisa los movía y Matilda parecía una aparición antigua, un caminante que había atravesado eternidades para verme. Me hacía sonreír esa visión. Regresé a la oficina, subí a la sala de edición y Borneos me miraba atentamente. Sabía lo que significaba esa mirada. Saqué mi celular, me lo puse a la oreja y le hice un gesto para que empezara a hablar.
–Me encantó Matilda. ¿Qué debo decirle mañana?
Resoplé.
–Pues no sé. ¿Qué le has dicho a tus otras novias?
–No, no… es que Matilda es muy diferente a cualquier otra. Con las otras no hablaba. Te lo juro Agustín. Yo creo que esta es la chica. A ella sí le voy a decir. Nunca había sentido esta emoción, estos golpes de adrenalina que me dejan sin respiración, esta sangre que fluye y me calienta, me hierve, me hace sentir como el aura de un fénix. Tengo que decírselo.
El demonio perverso volvió a sonreír. Tal vez no serían quince, sino cinco–. No, espera… Matilda, acaba de salir de una relación muy difícil. Sugiero que te tranquilices. No hables todavía. Ella suele tomar la iniciativa. Como su cuate te puedo asegurar eso. Tu aguanta vara, platica con ella y tranquilo eh –Borneos se miró un poco ansioso, tal vez triste–. Fíjate, ahora que la acompañé a la puerta, habló muy bien de tí, pero te digo, todavía esta el cuate ese que no olvida por completo. Dale tiempo, no te preocupes… estoy seguro que cuando sea el momento, todo fluirá.
–¿Me lo prometes?
–Sí.
–Muchas gracias Agustín.
–No hermano, no hay de qué preocuparse. Estaré al tanto, y si hay algo que te pueda decir, lo haré –guardé mi celular en el bolsillo para terminar la conversación con Borneos, le sonreí y salí de la sala de edición. Bajando las escaleras, me sentía satisfecho de mi pequeña travesura. Y no sé porque lo pensé… no sé por qué… pero tal vez, podría llegar a verle las nalgas a Matilda.
Y de ver, nadie se muere.