Llegar al departamento de Matilda me cuesta unos sesenta varos de taxi y veinte minutos de tiempo. En ese tiempo, que estaba sentadito mirando las luces de Insurgentes, la ocasional piruja que en las películas mexicanas son tan bien pinches importantes, los chavitos que salían borrachitos de los antros y los cabrones que tiran vidrios en el piso para demostrar que son Kalimán, pensaba una sola cosa: Tengo que chingarme al Borneos. ¿Mi compromiso? Bien gracias. Una canita al aire no me haría daño. Soy hombre, perdón, vivo en México, perdón, soy católico en mi casa, perdón. Tengo veinticinco años y si no aprovecho mis últimos momentos de peak sexual para demostrarle la longitud de mi falo a un cabrón ahorita, ¿entonces cuándo? Además, estaba tan encabronado por la discusión marciana que tuve con mi mujer hacía unos días, que también debía desquitarme con ella… de verdad, a veces soy como caballo ciego, cuando el rencor obliga otra cosa no pienso y sigo el camino derechito a la chingada.
Saqué mi celular, le marqué a Matilda y cuando ella adormilada preguntó–. ¿Borneos? –alcé los ojos a una esquina, pensé lo sumamente interesante e inteligente que me parecía esa mujer, y adusto, le corregí–. No. Soy Agustín. Voy a tu casa, no tardo –colgué el teléfono y a los dos minutos ella marcó de nuevo.
–¿Perdón?
–Voy a tu casa.
–¿A qué?
–A platicar contigo.
–Son las pinches dos de la mañana.
–¿Y qué?
–¿Vienes pedo?
–Si te digo que sí, ¿cogerías conmigo?
El taxista me miró por el retrovisor, hizo geta y siguió mirando enfrente. Ha de haber pensado lo mismo que yo: Que ocurrente y educado es usted, mi buen señor Agustín.
–Ay no mames Agustín, te dije que las nalgas te las daba en el pasado… voy bien con el Borneos. Todavía no me ha dicho nada, ¿verdad? Pero yo creo que cuando se anime entonces él y yo estaremos muy bien, y hablaremos de cosas muy chingonas, y seremos hipercreativos los dos. Qué ojos tan bonitos tiene, ¿se los has visto? ¿No te parecen bonitos? De verdad Agus, este güey me late un chingo, ¿no se supone que entre cuates no se cogen a la vieja del otro? Siempre he sabido que respetas esos pactos, bueno, creo que me has contado que nunca te pasas de lanza. Óyeme, en serio… no quiero problemas. Sé bueno conmigo.
–Bueno, entonces no quiero coger, solamente quiero platicar contigo. Y no estoy pedo.
–Mañana me tengo que levantar temprano porque debo ir a la oficina, y probablemente tengo un nuevo proyecto, estoy asistiendo al Mike para sacar un comercial de cierta dulcería que no puedo mencionar porque si no me corren. Si te portas bien, hablo con el productor para que te den el proyecto, son dos niños nomás, no deberías tener problemas. Mejor regrésate a tu casa, ándale, y mañana te invito un café como siempre, en tu oficina, en serio, ni siquiera tendrás que pagar el micro… mañana nos vemos, ¿sale? Es más, te pago el taxi para que te regrese ahorita a tu casa. Hablamos con calma en la mañana, porque ahorita es mal momento, y no quisiera que no durmieras, y yo definitivamente necesito dormir.
–No importa. Yo no duermo porque tengo filmación. Si quieres te despierto.
–¿Y luego qué? Agus, de verdad regrésate a tu casa porque…
–Sólo quiero algo de compañía. Me siento solo. Además te puedo despertar, preparar el desayuno, o algo. No quiero dormir solo.
–No mames.
–¿Qué?
–Ni creas que te vas a meter a mi cama.
–Ya me lo dijiste.
–Ayer te las daba.
–También me lo dijiste.
–Agustín…
–Qué…
–Estoy ovulando güey. Ni se te ocurra pasarte de lanza.
–Claro que no, ponte tus mil trapos de castidad y recíbeme, que ya estoy a dos cuadras.
–Te abro pues.
Colgamos. El taxista siguió mirándome de reojo hasta entonces. Él solito se tomó la molestia de contar las cuadras. No necesité darle indicaciones. Cuando miró que una mujer se asomaba por una de las ventanas de los departamentos, intuyó y se detuvo ahí. Me cobró los sesenta varos, miró la silueta de la mujer, me volteó a ver a mí, y medio sonrió. –Que pase MUY buena noche joven, y si no afloja, con una cubita… –No le respondí, le dí otros diez pesos y la intención es lo que cuenta, pensé. Se arrancó y lo miré irse. Esperé a que la Matilda me abriera, en el frío, con un cigarro prendido, mirando el aire caliente escapar de mis pulmones y escuchando los grillos del parque México. Cuando por fín bajó, estaba en bata, con chanclas y la mascarilla de aguacate. “Y así me la quiero coger”, pensé, “no mames… mejor si me regreso a mi casa”. Era una de las mujeres más bonitas y misteriosas que había conocido, en uno de sus peores momentos.
–Pásale güey, ¿no te mueres de frío? Pues ya estas aquí y me da hueva regresarte.
Seguí sus pasos, subimos dos pisos y luego entramos a su departamento, grande y viejo. Jodido nice, como todo en la Condesa. La madera a punto de resquebrajarse, pero te cobran ocho mil varos la renta. En cuanto entré, escogí el silloncito rojo manchado de mugre, porque el verde nuevo estaba lleno de papeles y ropa. La Matilda se fue a la cocina, sacó dos cervezas de su refrigerador, las puso en la mesita de centro, tomé la mía y le dí un trago. Ella, sin tocar su cerveza, tomó asiento al otro extremo del que parecía el tan enorme sillón. Ella, seguramente, pensaba que tenía algún problema del alma, algún problema de amores, alguna reflexión estúpida, podía intuirlo por sus ojos negros, titilantes, detrás de los carbohidratos y las bondades energéticas que el aguacate proporcionaba a los poros de su rostro. Mientras tanto, y bueno, no me lo tomen a mal, pensaba que tan verdes y aguacatosos me quedarían los pelos del pubis. En serio. También pensaba como hacer para cogérmela y que no pareciera “Amores Perros”, todo en chinga y a huevo, caer en una vorágine de pasión callejera impresionante. Empecé a sentir vergüenza de estar ahí.
–No vienes a coger, eres un pinche hablador.
–Claro que vengo a coger.
–Pues cógeme –dijo ella sonriendo, entre ogete y sarcástica–. Ándale cabrón, ya te dio miedo, ¿verdad? No sé por qué haces esto cabrón, si tú me presentaste al Borneos. No entiendo que pasa por esa cabeza tuya, Agus… que de verdad, has venido aquí para ver que te daba… y güey, yo con gusto te lo daba, aunque fuera una nochecita, ya nada más para que dejes la necedad y yo para sacarme la espina, pero tengo miedo de regarla con el Borneos y hasta que él no me diga que no… no me quiero arriesgar a que una pendejada traiga ese no. ¿Me entiendes? Además tu estas comprometido y no quiero tener ningún problema con tu vieja, porque seguramente la voy a conocer, y tendré que mirarla a los ojos. Seamos adultos y responsables con esto, de verdad… te ofrezco mi sillón para dormir, pero nada más.
Le di otro trago a mi cerveza.
–Si el Borneos no te ha dicho nada en estas semanas, es porque no le interesas.
Ella guardó silencio.
–No es cierto.
–¿Por qué tengo que mentirte?
–¿Te ha dicho algo?
Ya había empezado la mentira. Tenía dos opciones: Desarrollarla o Arrepentirme. Elegí la número tres.
–Precisamente porque no me ha dicho nada de ti, yo entiendo que no le interesas. Aunque… la verdad, debo serte honesto y confesar que no lo comprendo del todo.
Le di otro trago a mi cerveza y la miré. Ella estaba pensativa.
–Nunca había escuchado decirte mentiras.
–Porque no las digo.
–¿Sabes qué es escalofriante?
–¿Qué?
–Que las dices tan bien como dirías una verdad. No sé que hacer con él, no sé que hacer con él para que me deje entrar en ese corazón suyo, no sé que hacer para tener una excusa y no levantarme ahorita la bata y hagas de mí lo que gustes. Eres un cabrón Caifás. ¿Es lo que quieres escuchar?
–Hey, hey… no uses mi segundo nombre, me molesta. Ese lo usaba mi madre para regañarme o para hablarme cuando estaba triste. ¿Sabías que significa locura o algo así?
–No quiero hablar de tu nombre. Quiero hablar del Borneos. Quiero que él me escuche, me toque y deje ese maldito celular, y me diga que me quiere.
–Yo puedo quererte esta noche.
–Sólo si admites que te llamas Caifás y estas loco por hacer esto.
Le dí otro trago a mi cerveza y dejé el envase vacío en la mesita–. Ve por otra, ándale.
Ella se levantó e hice lo que me caga: A la Amores Perros. Mientras ella se dirigía a la cocina, la tomé por detrás y le besé el cuello. Cuando no escuché un no, porque tengo la manía de sentirme violador si me niegan, usé mis dientes y levanté su bata. Ella respiraba fuertemente. –Es que Agus, esto va a ser sólo una, ¿verdad? –Para quitarnos la espinita –respondí. Encontré sus calzones de encaje y transparentes, calzones que no me molesté en ver, sólo bajarlos hasta tenerlos a media nalga. Ella volteó para besarme. –Seguro que sólo una, ¿y no se lo vas a decir? –Para quitarnos la espinita y ya cállate. –Usa condón porque estoy ovulando. –Contra la mesa y cállate. Obedeció a medias, la ayudé empujándola un poco, alcé sus caderas y le detuve suavemente el cuello contra la mesa de madera jodida nice, igual que toda la Condesa. Sentí el aguacate en la cara, alcé los ojos y me lo limpié con las mangas de mi chamarra. –Espérate güey, deja levanto esto un poco más –esto refiriéndose a su culo enorme, que por fín, después de tantos años, podía apreciarlo en toda su magnitud. Morenito, redondeado, un corazón inverso, la rayita de la tanga de tonos más claros que el resto. Me bajé el zipper, hice un lado mis calzones y me puse el condón en chinga. Ya apestábamos a sexo, ya había sentido su humedad con el dorso de la mano y cuando la metí, la metí solamente hasta la mitad, porque pasaron dos cosas que usualmente no deberían pasar en ese momento: Matilda gritó que tenía SIDA y sentí la mordida de un perro en la nalga.
Me salí en chinga, casi cayéndome y la Matilda me miró asustada, de reojo. Lo entendí perfectamente: La excusa, una mentira que llegaba, incluso, a niveles metafísicos para que yo no continuara con esto. No hablamos durante largo rato, yo con el miembro flácido, colgando, mientras me recargaba contra la pared y le admiraba las nalgas, y la mirada culpable, la respiración agitada, la boca entreabierta de alguien que no sabe que decir. Y ella, mirándome el rostro enrojecido, el sudor en la frente, los ojos de niño espantado. Algo había pasado en ese momento. El pinche fantasma del perro no se me había aparecido, pero se había dado el lujo de morderme. La excusa de la pinche Matilda, en todo su esplendor. Quité el condón, lo dejé caer en el piso. Ni siquiera estaba encabronado, ni frustrado… simplemente había entendido que esto iba más allá de todas mis posibilidades. Acaricié mi rostro y me sorprendía la quietud de Matilda, el silencio, las pocas ganas de elaborar por el SIDA y las leyes naturales del cosmos.
No dijimos nada. Otros sesenta pesos y veinte minutos después, el mismo taxista me recogió, me llevó a mi casa y antes de dormir, me acordé de su mirada reprochándome, como si pensara–. Qué pendejo eres mijo.