Son un problema, de verdad que lo son. Alguien crece con una idea y se queda con ella. Despotrica su defensa, crea un manual de vida y no ceja en ello. Entonces corre la propaganda y se encienden las llamas. Otros se unen porque esa idea suena bien. Se inventa un sistema para que la idea corra más rápido. Los papeles impresos vuelan con el viento entre las calles vacías y temerosas. En internet se desperdician y se ocupan terabytes y conexiones de banda ancha para que la propaganda llegue a todos los países del mundo (y sólo, qué ironía, lo leen unos cuantos). Alguien, descubre la verdad universal opuesta. Otro más, la dice en voz alta. Un tercero la escribe en un cartel. Los grupos chocan contra otros grupos. Terrorismo cibernético (que feo nombre), basura internetesca (más feo aún). Algunos niños apedrean a otros niños y las comunidades se separan. El marido pelea con su esposa, la esposa pelea con su madre, la madre pelea con el párroco, el párroco se desentiende de otro párroco. Se olvidan las condiciones primitivas, esas otras verdades universales que son más lindas, como el amor, o follar como perros, o el valor de una sonrisa. Etiquetas caen del suelo y se ciñen a tu cuello. Ahora, incluyes un adjetivo más, dentro de todo lo que tu nombre guarda. Ese cansancio por las verdades universales es inevitable, y a la vez, absurdo. Pasa porque pasa. Yo sólo sé que mi perro está dormido en mi regazo, que el cacto está viendo pornografía de rubias y que, al final, todos estamos soñando.