Mi perro ahora tiene un aparato (pedómetro, aunque… le llaman podómetro, porque pedómetro se presta a lo obvio) como el mío, ajustado en su collar. De noche, sé cuantos pasos camina mi perro. Me gusta más los fines de semana, cuando salgo durante varias horas, porque espero a que me sorprenda con su cantidad de pasos. Deseo, secretamente, que en un día haga dos veces la distancia de la tierra. Claro que es imposible. Es más imposible para él, por supuesto, ya que se la vive dormido. Perrito tiene un defecto congénito y no procesa las proteínas. Es como un niño viejito. Sólo puede comer sus croquetas especiales y me da tanto coraje, que le doy pan blanco o queso, cada vez que puedo. Supongo que sus croquetas deben saber a mierda porque no se abalanza sobre ellas como si fueran el último festín sobre la tierra. Perrito es como un mundo encerrado en sí mismo. A veces lo observo, miro sus ojos y sus respuestas son las mismas. Usualmente le llamo “Perrito” para molestarlo. Él alza su cabeza e impreca su respuesta a mi juego con el “Perrito esto, Perrito aquello”. Salimos a caminar juntos, damos un par de vueltas a la cuadra y su aparato suele avisar que ya dio los pasos designados para el día. Buen perrito, le digo, le regalo un pedazo de queso. Como con el cacto, me sentiré muy solo el día que no estés.
Cuento los pasos de mi perro
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