El control, esa palabra tan extraña, llena de significados, de manuales, de propuestas, de artificios secretos, de manipulación y engaño, de amenazas y todos los deseos. ¿Nadie piensa controlarme? La pregunta es curiosa, te lleva a pedir una especie de restricción. Necesitas ojos que te vigilen, manos que te sostengan, una correa que te jalen. ¿Cómo la quieres?, me pregunto e imagino un vendedor de correas caminando en las calles con un sombrero de copa, escondiéndolas bajo su gabán café. Casi como un hombre gris de Ende, pero más rastrero y con mucha picardía. Hay bañadas en oro, hay de mecate y otras tantas, hechas con hilos plateados entrelazados y muy finos, casi invisibles. Las otras correas, aquellas que por accidente te pusieron en el cuello y ni cuenta te diste. Compromisos secretos que mueven tu humor y las acciones que haces a regañadientes durante el día. Dicen por ahí, que la correa más valiosa es aquella que se regala entre dos personas. En un ritual secreto, en la madrugada después del amor, ciegos amantes se ofrecen el extremo de sus correas y ambos provocan el primer jalón, hasta casi asfixiarse, y sonríen después, y comen desnudos, y se alimentan de palabras y jadeos que se cortan. ¿Amor corrupto o íntimo? Nadie sabe, sólo los amantes. ¿Qué nadie piensa controlarme? La misma pregunta es el control. Es el dominio que tienes sobre ti mismo. El dominio que no quieres y se lo ofreces a cualquier valiente. El señor del gabán sonríe y piensa en lo que vende, por qué lo vende… Imagina y espera todo de una libertad.