La vidente le dijo que saltaría sobre un profesor azul rey e Iris se echó una tremenda carcajada. Ni siquiera tenía sentido. Te lo juro, dijo la vidente, tan saltando sobre él te veo que pareces una chamaquita con chamaquito nuevo. Ella se mordió los labios, ¿profesor? Si habían pasado tres años que no estudiaba, y no podía recordar a un profesor entre sus conocidos. ¿Y a qué te refieres con azul rey? –preguntó Iris. La vidente se encogió de hombros y, con el tono ya practicado de su oficio, respondió–. Yo sólo miro cosas y las cosas que miro no siempre parecen tener sentido, pero sí… lo tienen. Trescientos pesitos madre, por favor, ¿o te puedo ayudar en otra cosita?
Trescientos pesos menos y media hora después, Iris no estaba tan segura que su carcajada valiera lo que pagó. Paseaba sola en la feria del pueblo. Las familias caminaban a su alrededor, preguntaban costos y pedían chicharrones con salsa valentina mientras ella, al diablo con la dieta, se comía a pedacitos pequeños un algodón de azúcar y paseaba lentamente. Un hombre parado sobre una tarima, su piel pintada de azul rey y vestido con un chaleco arabesco, un turbante y unos pantalones bombachos, exclamaba a gritos el acto del “Profesor Trozam” que podía curar cualquier malestar del mundo. Ni creas que te la dejaré así de fácil –pensó Iris–, perra.
Giró para irse por otro lado e ignorar al “Profesor Trozam” cuando un viejo amor le golpeó el hombro y tiró su algodón de azúcar. Ella, porque así las personas hacen cuando tiran algo, se agachó para levantarlo y cuando alzó la mirada, tres años de recuerdos le bajaron la presión. Héctor, pero en ese entonces le llamaban Santos como su apellido. Héctor le ofreció la mano, se reconocieron, platicaron brevemente de sus vidas y sus ocupaciones (que sí, dijo Héctor, que doy clases en una universidad). Iris le buscó lo azul por todas partes y ni siquiera los calcetines. –La perra tampoco me la dejó tan fácil –pensó ella.
Caminaron y tal vez por qué la vidente tenía razón, tal vez por qué Iris se acordó cuanto le gustaba o por qué Héctor le comentó que tenía bonitos ojos con una voz picarona, tal vez por qué hay que cerrar círculos, tal vez por qué Iris estaba ovulando o por qué Santos necesitaba, de vez en cuando, darle mate a su apellido. Tal vez muchas razones, pero acabaron en un callejón que parecía huir a la feria. Ese lugar oscuro qué sólo los amantes, las sombras, los papeles muy viejos y los gatos que parecen extraviados (porque un gato jamás se extravía), sólo parecen encontrar.
Iris, sin nada que perder le quitó los pantalones a Héctor y Héctor, se mordía los labios como se los muerde un niño que necesita, urgentemente, ir al baño. Ella miró la expresión y se le hizo curiosa, pero continuó de todas maneras. Le quitó los calzones y se quedó estática de la impresión. No quería dejárselo a la mala luz, sacó su celular y lo prendió para iluminar el miembro de Héctor (quien seguía apretando los labios, y haciendo sonidos, y mirando sin decile palabra a Iris. Había razones por las que Santos le daba, de vez en cuando nada más, mate a su apellido).
–Así que eso era… la vidente tenía razón –Iris acarició, todavía sorprendida, los huevos azules de Héctor.