Pasear con Nico:

Anuncio que saldré a pasear con Nico. Ella se levanta de donde esté echada, me sigue cautelosamente, algo sospecha aunque a veces mi anuncio sea silencioso. (Siempre sospecha, la muy mensa se levanta para seguirme a todas partes). Abro la puerta de la bodega, donde guardo sus correas y la cadena de castigo hace ruido. Nico se emociona, busca el juguete más cercano para mordisquearlo, corre un rato en círculos o de un lado a otro, su entusiasmo parece sincero, aunque la verdad, parecen señales de exceso de energía. No entiendo por qué, pasea todos los días, una hora, cuando era un cachorro lo sacaba a pasear una hora y media, a veces dos horas, y terminaba exhausta. Ya tiene dos años, si paseamos esas dos horas eventualmente se rinde y pide descanso. Siéntate, ordeno una o dos veces, cuando termina de correr de un lado a otro y me ve próximo a la puerta, ella hace caso y ciño la correa alrededor de su cuello. Repito la orden al abrir la puerta, salgo antes, le doy la orden de salir y entonces la nariz empieza. Nico no pasea como otros perros, con el hocico levantado y las orejas alzadas, no, ella casi siempre pasea con la nariz en el suelo y las orejas barriendo los olores de la calle. Caminamos media cuadra, giramos a un baldío y he adquirido la costumbre de correr una mínima parte del camino para que no se quede oliendo el basurero del restaurante de mariscos. Si no lo hago, necea, pone toda la fuerza en la densidad de sus huesos, huele los botes de basura, las bolsas que están (o ya no están, pero han dejado su marca, sus hedores) y jalarla se convierte en una proeza. Llegamos a la banqueta de la UDLA, empieza el paseo, la parte divertida para ella, donde la dejo oler el césped los minutos que le sean necesarios. Huele basura, huele las excreciones de otros perros, huele las envolturas de comida que alguien ha tirado descuidadamente y huele hasta encontrar, misteriosamente, todos los huesos de pollo y de cerdo que han tirado los antepasados más lejanos. Hay días que tengo que quitarle dos o tres veces los huesos del hocico, tirarlos lejos, porque ella invariablemente los encuentra. A veces espera hasta el regreso, hasta el día siguiente, o una semana entera, que a mí ya se me olvidaron, para correr directamente al botín, jalarme con todas sus fuerzas, y metérselo a la boca. No puedo distraerme con ella porque nunca sé. La primera mitad del paseo es la más larga. No hay negociación: ella huele el pasto, yo debo retrasar mi marcha, ser paciente, permitirle que haga uso de sus dones, darle su espacio para que cace la comida que —ella jura— comeremos en casa, o en el camino. No puedo convencerla de que vayamos atrás (a una distancia prudente) de la muchachita de nalgas paradas, o la de los muslos bonitos, o atrás de la experta en caminar con tacones. Después de un kilómetro y setecientos metros, nos regresamos y es mi turno. Ella va del lado de la acera, no tiene nada que oler, sabe que es hora de regresar y sus pasos son regulares. Lo único de lo que nos cuidamos es de los otros perros: Ella se detiene cuando ve a otro perro, a veces se agazapa y no se mueve, hasta que tiene la oportunidad de olisquearlo, o saludarlo. Ya aprendió a cuidarse de los perros nerviosos, esos que le ladran, o esos que le gimotean, esos qué, generalmente, sacan a pasear al dueño y lo llevan arrastrando. A esos simplemente voltea a verlos y luego, cuando quedan atrás, sigue volteando, mientras yo la arrastro a ella, y le digo que es hora de regresarnos. Aunque es más fácil ver muchachas durante el regreso, también es más cansado, porque yo ya quiero regresar a mi casa y generalmente las rebasamos, y también a los muchachos, y a las bicicletas flojas, y a los niños parlanchines. Miro a Nico regularmente, me fijo si tiene una expresión cansada, en su respiración y su lengua kilométrica a punto de trapear el concreto. Entonces bajo la velocidad, de todos modos, la zona está menos poblada a esas alturas, menos gente camina por ahí. A veces Nico cacha el olor de una persona, le parece interesante, y no me deja avanzar hasta terminar de oler, por supuesto, a una distancia prudente del personaje que le interesa. Giramos, corremos para evitar la basura del restaurante, evitamos una pequeña jauría de perritos que últimamente se sienten los dueños de la cuadra, el guardia nos abre la puerta y tengo ganas de soltarle la correa. Sólo lo hago cuando hace calor, y después de fijarme varias veces si no hay un carro con la luz encendida. He soñado que así me la atropellan y por eso lo hago pocas veces. De todas maneras, si la suelto, corre directamente a la entrada de la casa, me espera echada en lo que llego, parece satisfecha y feliz de haberse robado un pedazo de mundo. Es hermoso ver como un rostro tan cansado, aunque sea por la naturaleza de su raza, se ilumina con la gracia de un breve paseo.