La imaginación es una elección. Yo puedo elegir que mis cosas, esos impulsos materialistas, estén sometidos a mis propias reglas metafísicas. A veces en el librero hay un espíritu bondadoso que encanta a mis ojos y escoge mi próxima lectura. Otras veces trata de un demonio que, a través de susurros y una obcecada mesura, escoge el próximo libro que ocupará mis tardes o mis madrugadas. Los demonios o los espíritus son sólo una parte. Están los fantasmas que tratan de mandarme un mensaje, los mensajes crípticos de otras vidas, el don telepático de aquella chica que miro a través de la ventana, el control mental que practica mi cacto para escoger o abandonar tal o cual cosa. No todo se lo dejo a la suerte de estas leyes absurdas y agradables, también rompo con ello para ignorar al destino y creer que yo fui el que decidió el camino, fue mi decisión, el libre albedrío a todo lo que da. Esa es la diferencia con la locura, supongo: el loco puede ver a todos estos agentes sobrenaturales, las conexiones que hace ese mundo ininteligible con este, el real, el de lo físico, el de las leyes que nos mantienen atados al piso.
Don Quijote puede ver a los gigantes que se pretenden molinos, pero eso ya lo sabíamos.
Hay tontos que dicen: “todos deberíamos estar un poquito locos, como Don Quijote”. No lo creo. No se puede estar un poquito loco porque la locura es cruel, toma posesión absoluta del cuerpo en el que entra, es incontrolable. Por eso les llamo tontos. Y se inventan las virtudes que otorga la locura del hidalgo y olvidan todo el sufrimiento, todos los palazos, y la ira, y la estupidez, la intención asesina que lo invita a meterse en problemas en cualquier momento. No lo creo. No me gustaría sufrir como Don Quijote y por eso disfruto tanto leyéndolo, porque por un momento cambio de opinión.
Quizás lo mejor es que todos poseamos a un amigo tan loco como Don Quijote. Preferiría que todos fuéramos Sancho Panza y participáramos, al principio, en el juego de aquella locura. Sancho Panza es el dios del truco que no se sabía dios hasta que decidió imaginar y decidió empujar y transformar el mundo de un loco. Creo que sería mejor, tal vez un loco podría corregirme. Pero esos son los espíritus hablando de un libro, el diablo o el hada del librero, y es por ello que hojeo las páginas. La lectura de Fernando del Paso y su “Viaje alrededor del Quijote” me hizo darle una repasada y planear una próxima relectura.
Recuerdo la cueva de Montesinos.
Por lo pronto, además del libro de bachilleres de Historia de las doctrinas filosóficas, leo a James Joyce. Voy despacio porque no quiero se acabe pronto y extiendo el tiempo del estímulo. En un tweet dije: James Joyce es oído. Y sí, me descubrí una noche leyéndolo en voz alta y los acentos parecen estar en su lugar para construir… algo. Octasílabos, quizás, no me he sentado a separarlos como es debido y alguien ya lo habrá hecho por mí (aunque me alegro, a diferencia de Madame Bovary, de no estar leyendo una edición anotada. Esta vez soy un ciego tentando la oscuridad para buscar al elefante). Pero se oye tan bien.
El pensamiento es una fórmula, una estructura, al menos así es en los primeros “episodios” del Ulysses. El Narrador se interrumpe para pensar como un actor que pausa la escena para confesarnos, voz en off, el barullo interno. Leopold Bloom y su obsesión por las medias y el vaivén de las nalgas. Yo soy Leopold Bloom mientras paseo con el perro, mi mujer a un lado, y veo a una de esas estudiantes con sus faldas y sonrío un poco avergonzado. Entonces Sol, mi esposa, me señala otro par para que no las pierda de vista y se hace partícipe de mi locura momentánea, se convierte en el dios del truco que modifica la percepción de un loco. ¿Cuántas complicidades así existen en el mundo?, a veces me pregunto. Es una pregunta inútil pero entretenida que me ayuda a pasar ciertos días, cuando no hago caso a mis reglas metafísicas de espíritus inventados, de zorros truculentos y destinos inevitables.