El Toro nos comunica que movieron el cuerpo. El asesinato ocurrió en otro lugar. Tuvo piedad de nosotros y nos ofreció su casa. Vive sola. Un regalo de su padre, nos dijo con la timidez graciosa de una voz broncuda. Vivimos con ella unos meses, casi un año, en lo que terminan los asuntos burocráticos y las investigaciones pertinentes. No importunamos pues ella trabaja mucho y de madrugada. Mi madre sigue pasmada y yo, naturalmente, me ocupo de todo. Tengo experiencia en tratar con hogares ausentes. El Toro se sorprende de mi madurez.
Insisto en llamarla así porque Sandra no le gusta.
El Toro nos mantiene al tanto: la policía dictamina que se trata de un asesinato pero, en la práctica y sin papeles de por medio, dudan encontrar al culpable. Se olvidan de nosotros, de nuestra casa, del cuerpo de mi hermano y del dolor. La vida de Agustín y los dos años que desapareció no tienen resolución. Sin embargo, a pesar de todas las dudas por fin hay una certeza: mi hermano está muerto. Y, debo ser sincero, por fin siento algo parecido a la felicidad.
Mi madre puede descansar.
Se encierra en un silencio de mujer sumisa y melancólica. Es doloroso pero lo prefiero al tono de mujer desesperada y perdida que busca un hijo. Mientras tanto, algunas noches, sueño con Agustín. Sueño con su resurrección: en tierra vasta y desértica, Cristo camina con las heridas de la pasión. Gotea sangre divina. Una, sólo una de esas gotas, basta para que mi hermano surja de la tierra árida y crece frondoso, enrramado y fractálico como lo haría un árbol milenario. Entonces despierto sudando frío, truenan mis dientes y mi quijada y me pregunto si la muerte de mi hermano fue su último sueño o su primer deseo.
El Toro me escucha platicar de mis sueños. Dice que debo rezar por él. Mis palabras, según ella, son una guía necesaria para su descanso definitivo. Promete que pronto conseguirá sus cenizas y que lo enterraremos en tierra santa para el descanso de todos: yo, mi madre, el Toro, la policía, Agustín y hasta Cristo redentor. Voltea a ver a mi madre para buscar su aprobación pero ella, por primera vez, después de mucho tiempo, cabecea de sueño.
Después de enterrar a Agustín, dejaremos la casa del Toro y, de algún modo, viviremos.