La Ciudad de México es un escenario difícil. Es un perro bien alimentado de sus propios ciudadanos. Es nuestro monstruo pantagruélico y la responsabilidad de cada uno de nosotros, los chilangos y los defeños y los satelucos y los coapeños y los delvallesinos y cuantos gentilicios más quieran inventarse para sentirse adentro pero separados de los otros; es nuestra culpa, la totalidad de nuestra culpa, de quienes lo hemos construido sobre los pantanos, las cuevas y los kilos de mierda. Somos pilas infinitas de rostros con etiquetas programadas que huyen de la responsabilidad por cuidar a un niño malcriado mientras los otros, la oposición, aparentan enfrentarlo con valentía. 

Lo que arregla uno el otro lo descompone. 

Lo que cree uno el otro lo rompe. 

La construcción de uno es la destrucción del otro. 

Las cosas son como son. La redención es la adoración por el monstruo creado y que este nos coma, nos regurgite, nos deposite de nuevo en nuestro lugar dentro de la cadena. No tenemos ningún derecho a reprocharle. Somos los feligreses cínicos de un dios de concreto sublime y silencioso. 

Todo esto para decirte, querido diario, que hoy el metro estaba lleno.

Haré un nuevo proyecto: memorizar los rostros vacíos, desesperados y frenéticos de la gente hacinada en los vagones del metro y yo, estoico, leo un libro y trato de ignorarlos a todos (qué ridículo, también soy parte del panorama. Uno es el paisaje del otro). 

En la escuela presenté un examen oral acerca de Gloria Sawai, una escritora canadiense quien finalmente empezó a ser leída a sus setenta años. Hablé de uno de sus cuentos: El día que me senté con Jesús en el solar y el viento sopló abriendo mi kimono y Él miró mis pechos. Sí, es un poco largo, pero el deleite también está en el título. Encontré su traducción en una antología de autores canadienses. Cuando eres un lector hambriento, sabes que empiezas a saborear un cuento desde el título, a veces también una novela. 

Aunque disfruté la lectura, el examen me sacó de mis casillas. Hablé en inglés durante cuarenta y cinco minutos de una autora que recién conocía y ahora, irremediablemente, regresaba a la cotidianidad de mi trabajo. Del éxtasis de descubrir algo nuevo a la vida gris del que chambea para hacerse de tragar. La borracha, en su solar, mostraba los pechos para Jesús y se reía de mí mientras yo era un pedazo de mierda que buscaba su entrada en el inframundo. La gente se comprimía dentro del vagón como un hato de bestias en espera de ser sacrificados a los dioses negros. Cometí el error de irme a una esquina para, según yo, estar más cómodo. Me apretaban contra el muro del vagón y me convertían en una varilla, en una piltrafa. 

Entonces volteé. Ayer estaba junto a mí. Sonreía. Vaya momento para aparecerse. ¿Se trataba de un ángel? ¿Un dios travieso? ¿Un delirio mental? ¿O, como la borracha del cuento, había tomado demasiado vino? Mi euforia me jugaba bromas. Qué importaba. En ese momento lo consideré como un amigo que me entendía más que nadie. Su sonrisa de complicidad creció como la de un gato perverso.

—Vine a buscar a mi novia pero no la veo en ningún lado —dijo Ayer. Suspiró—, siempre me hace lo mismo. Ya la veré mañana.

—¿Viniste a buscarla al metro?

Él se rió.

—Suena un poco raro, pero así es. Mala elección para ver a una chica, y más a esta hora.

—¿Aquí? ¿En el vagón? ¿En este vagón? ¿En este metro? ¿No es más fácil en las afueras de cualquier estación? ¿En algún punto más… no sé, distintivo? 

Él se acarició la cabeza y me miró un poco avergonzado, ¿dónde había visto esa mirada?

—Mi novia y yo no nos vemos desde hace dos semanas. No es porque no queramos vernos sino porque inventamos un juego —antes que pudiera preguntar, él continuó—: Nos citamos en algún lugar y en alguna hora, pero de manera ambigua. Tan sólo nos damos pequeñas pistas. Si realmente nos encontramos, entonces estábamos destinados a ello. Hasta el día de hoy nuestro pequeño jueguito no ha funcionado pero prometimos no hacer trampa.

—¿Cómo se puede hacer trampa en un juego así? Quizás si pusieras un mapa adentro de una botella de vidrio y la dejaras afuera de su casa.  

Ayer sonrió.

—Eso podría mejorar las cosas. 

Se quedó muy callado. Creo que tomó mi comentario muy en serio. Nos quedaban cuatro estaciones y mil empujones más.

—¿Crees en los universos paralelos?

—Sí, sí creo —respondí. 

Para mí eran una posibilidad científica. 

—Mira a la chica de suéter azul —me dijo Ayer y la señaló con la mirada—. Mírala bien, no te lo vayas a perder.

Hice caso. La chica pasaba desapercibida fácilmente. Vestía un suéter de un color azul casi grisáceo, falto de vida. Una de tantas tonalidades azules que me gustan mucho. Parecía muy tranquila, un poco agobiada por la cantidad de gente pero eso era inevitable. Se mecía un poco por el movimiento del metro… pero no parecía aferrarse con fuerza a ningún tubo. Sostenía su presencia en el mundo gracias a la gente. Su tranquilidad era un solaz.

—Hoy no existe ningún futuro porque el futuro se come así mismo mientras vivimos el presente… y no existe el pasado, porque el pasado muere en el momento que el tiempo sigue su marcha —dijo Ayer, ambos nos mecíamos en el espacio y en el tiempo, me dio gracia—. Todo el tiempo está en un sólo lugar, en este instante que me escuchas, continuamente ensortijado sobre sí mismo, sus capas, sus escamas, su piel. Avanza pero avanza en todas direcciones, en todas las dimensiones y, así cómo avanza, se comprime y se traga así mismo como la gente atrapada en un vagón. ¿Me entiendes? El tiempo sólo es uno. No hay nada que hacer por esa chica de suéter rojo. En teoría era inexorable que lo utilizara hoy. ¿De veras puedes entenderme?

—Creo que sí —mentí.

Llegamos a la siguiente estación y miré a la chica de suéter rojo, me sentí triste: ¿por qué estaba tan condenada? ¿Tan predestinada? ¿Suéter rojo? Miré a Ayer y él esbozó una sonrisa perversa. Suéter rojo. La mirada de la chica cambió: estaba enojada y más agresiva. Su cara resaltaba más, se veía mucho más atractiva. ¿Un simple color había hecho la diferencia? La memoria de la chica del suéter azul lentamente se difuminaba, tuve que aferrarme a ella con todas mis fuerzas para que no dejara de existir, para que pudiera escribirla en este diario. Las puertas del metro se cerraron, gente salió y gente se enlató. La chica del suéter rojo tenía un tipo atrás que se le pegaba ocasionalmente y ella volteaba a mirarle molesta, trataba de despegarse, de alejarse pero la gente… tanta gente. ¿Era mi culpa? ¿Cómo podía explicarle a la chica lo que estaba sucediendo? ¿Cómo podía hacerle entender que antes no era así y que ella fue una persona distinta? 

—Tú eres como yo —dijo Ayer. 

Lo escuchaba. 

No podía despegar la mirada de la chica de suéter rojo. 

—Puedes ser lo que otros quieren que seas o bien, ellos serán lo que tú quieras.

Cuando volteé a mirarlo, Ayer había desaparecido.