El último placer culpable de Bob, el cacto, fue cuando casi abriste la puerta cuando jugaban los vecinitos del ocho o… tal vez, fue cuando me metí en Salcedo por la vagina y proyecté todas mis espinas, al mismo tiempo, como una arcada por el orgasmo, o por el vómito que me provocó el veneno de Guillotina. ¿Cuánto tiempo llevamos encerrados? Creo que ya son diez días, si no es que más… no, llevamos encerrados diez años, llevamos encerrados un siglo. Si no es porque se metió una rata y me la comí completita, no estaríamos teniendo una conversación tan coherente. Ahora que tengo un poco de consciencia, entiendo porque no abres la puerta, pero tu plan no funcionará. Lo mío no es una adicción, es un deber biológico. ¿No lo entiendes? Si los espíritus admiten mi presencia es porque debo tragar niños. Aunque, pensándolo así, los espíritus también admiten mi encierro. Creo que ni a la muerte, ni al diablo, ni a Natura, les importamos tantito. Imagínate… dirán que el último placer culpable de Bob, el cacto, fue comerse una rata, antes de quebrarle el cuello a su mejor amigo y devorarlo lentamente. Vamos, si pensara lógicamente, desde hace mucho tiempo hubiera decidido que no puedo hacer lo último, no me conviene porque entonces me quedaría encerrado aquí y finalmente, el hambre me vencería… y no sabes qué terrible es el hambre. Duele tanto, nubla tanto, rompe tanto… no amigo, no lo sabes. No podría contenerme, aun deseando tu bienestar con todas mis fuerzas y estando solo, finalmente cedería a mi parte natural y no sé que pasaría en ese momento.

Tengo tanto sueño. Me estoy quedando dormido otra vez y creo que será la definitiva. Pronto no necesitarás salvar a nadie más.

Hubiera querido recuperar mi cuerpo humano… pero no es posible, ¿ves? Mi cuerpo ya es arena en algún desierto olvidado. Me hubiera gustado no aceptar el trato y salvar mi alma, pero ya es demasiado tarde para ello. Al haber matado a Guillotina, todavía sentí haber ganado un par de puntos con el viejito bonachón que siempre nos cuida y nos vigila desde el cielo. Pero llegué al punto de no retorno. Caminé otros tres o cuatro meses para localizar a Salcedo y a mi padre. Se encontraban en un hotel, blanco, sus paredes llenas de hombrecitos de labios gruesos y cabellos crespos. Recuerdo bien el hotel, recuerdo la seriación de los seres humanos, recuerdo que se veían como niños negros y sentía un hambre insaciable por llenar el desierto, de mi corazón y del recuerdo. Se encontraban en un hotel, divirtiéndose de lo lindo, pude espiarlos un poco por la ventana antes de empujarla un poco y darme gusto.

Todavía cuando me aventé sobre el estómago de mi padre y empujé para llegar hasta el corazón, me sentí bien. ¿Sabes? Sentí que estaba haciendo lo correcto. Si, ya sé, a Dios no le gusta que matemos a nuestros papis y le encanta, sobre todo, cuándo ellos nos ofrecen como el borrego. Pero cuando miré a mi padre desangrarse, con los ojos bien abiertos, el cuerpo manchándosele de rojo y su miembro flácido, sentí una bendición, sentí que Dios me permitió cambiar el papel ese día. Mientras tanto, Salcedo gritaba histérica, hecha pequeñita en una de las esquinas de la habitación. Claro, una mujer inteligente hubiera corrido a la puerta y se hubiera recluido en un manicomio… pero ninguna mujer, ni inteligente ni pendeja, había visto algo como yo antes. Si miraras tu cara cuando te cuento estas cosas… Los gritos de Salcedo se escucharon por todo el hotel, alguien empezó a empujar la puerta, preguntando–. ¿Señorita? ¿Señorita? ¿Se encuentra usted bien? –pero es que no se trataba de una señorita, por eso no les respondía, se trataba de Salcedo la perrita, de Espinas.

Con mi padre, no tuve la delicadeza de manipular el flujo natural para recordarle quien era. Con Salcedo, sí. En cuanto lo supo, guardó silencio y empezó a moquear, como un niño. Se arrodilló frente a mí, me acarició las espinas y una gotita de sangre cayó por una cortadita en su dedo índice. Me manchó las espinas, la tierra, el desierto. –Perdón –me dijo–, perdón… ARF ARF, perdón… ¿quieres que me haga la muerta? SOB ¿quieres que me ponga de perrita? ¿qué deseas de mi? Perdón, ARF ARF SOB –no tuve que decirle que quería, ella lo asimiló. Ya no existía el cuarto de hotel, ya no existían quien intentara abrir la puerta, ya no existía la brisa que entraba por la rendija de la ventana. Sólo existía yo y mi último placer culpable. Ella y su probable redención. Me comprendió perfectamente cuando le expliqué lo que quería a través del flujo natural, lloró un poquito, pero asintió como niña regañada… mi amor, mi perrita hermosa, mi niña. Salcedo, la Mujer. Se recostó contra la esquina, abrió las piernas y me miró fijamente, como si fuese humano, como si fuese compasivo, me pidió con la voz quebrada–. Por favor, que no duela mucho… por favor… que no duela mucho por favor, por favor, que no duela…

Mi último placer culpable fue cuando me metí en la vagina de Salcedo y expulsé todas mis espinas al mismo tiempo. ¿Y sabes una cosa? Si le dolió, durante cinco minutos y cuarenta y dos segundos, que ella continuó consciente.

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