O jalá, pienso a menudo, hubiera prestado más atención cuando paseábamos y me decías el nombre de las flores. Hoy, cuando salgo a caminar con mi perra, algunas veces encuentro plantas cuyos nombres pronunciaste cuando andábamos juntos. Ya no hago el intento de recordar. Me rendí. Sé que las olvidé. Sueño con algún día comprarme un libro de botánica que me enseñe todos los nombres, incluso los que nunca pronunciaste, para sorprenderte cuando nos volvamos a encontrar y, con las manos unidas, nos demos un paseo en el jardín imposible donde crecen todas las plantas del mundo.
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Días atrás, me dieron las gracias porque a través de algunas anécdotas de nuestros recuerdos ahora te perciben de otra manera. De niño, las cosas que me contaban de ti, también cambiaron como te trataba y que esperar de ti. Los murmullos de la gente siempre cambian un poco las cosas. De todas maneras, estamos en este punto, donde años después de tu muerte, todavía sigo contemplando nuestra relación. De niño creía que eras un dios pequeño. No importa cuánto te menospreciaras, creía en ti, creía en que podría seguir tu ejemplo y que las cosas no estarían tan mal.
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En una maravillosa oportunidad de rememorar las historias que tenemos juntos y de inventar otras, o especular acerca del otro lado, (un río metafísico de almas que apenas es polvo de estrellas, igual que los hombres son minúsculas hormigas en una migaja del cosmos), anoté tu nombre en dos de las cartas para los otros. En una estás viva, en otra estás muerta.
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No te mentiré. Después de hacerlo, pensé si no sería doloroso o peor aún, si con ello estuviera quebrando algún orden superior de las cosas. ¿Es un sacrilegio quitarte el descanso? ¿O quién es el tonto que no descansa por supersticiones de viejas? Si respeto tu manera de tratar a los muertos, recuerdo un día que se nos fue la luz, y te pusiste a platicar de tus fantasmas, como si fuera algo natural.
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Bebí esas historias. Desde entonces creo en la existencia de los fantasmas. Debo admitir que, aún cuando tenía la posibilidad y la claridad para entregarme a una vida científica, preferí tu vida de fantasmas, de duendes y de chaneques, de espíritus que se esconden entre las matas del maíz, de un diablo tramposo y juguetón, de que los cuervos hablan a nuestras espaldas cuando no los vemos. Creo en las flores que pueden detener momentos, creo en la música que es capaz de perdonar a los idiotas y los bastardos, creo en la cocina como un refugio silencioso para, a través de los olores, regresar a los múltiples pasados que uno tiene: los felices, los amargos, los rencorosos, los eufóricos, los malagradecidos.
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Hablando de cuervos, no sabía que así les decías a los chanates. Escribí muchos cuervos y pasaron muchos años, viejita tramposa, para que me diera cuenta que nunca hablamos de lo mismo.