Qué diría mi padre si me viera hoy. Tal vez estaría orgulloso de mi nuevo trabajo. Uno más tranquilo, sin peligros para una muchacha sola (mi padre insistiría en decir que soy una muchacha, que soy una niña, el carajo de mi padre), después me sentiría culpable y me vería obligada a contarle la verdad y pondría la cara de decepción y tristeza que se sabe demasiado bien.

En la antesala, durante los días iguales e interminables, riego los árboles milenarios y desempolvo los crucifijos de Cristo. Son de oro, de roble, de plata, de dólar, de cobre y de bronce. De día, de cinco a nueve de la mañana, es la parte más importante de mi trabajo porque la antesala repleta de estatuas y de árboles y de cristos de carne y de metales sagrados, es la única entrada y salida a nuestro museo, nuestro laberinto

(me gusta pensar que también es mío, me gusta pensar que yo tuve mano en su creación aunque…)

Mi deber en esta habitación, además de limpiar, es confirmar que nada esté roto y que las únicas pisadas en este pasillo sean las mías. Esto último es vital.

Trato de recordar su rostro pero es difícil. Mi memoria falla más y más desde que vivo aquí. Tener un espejo no me sirve de nada porque él decía que yo era igual a mi madre, que no tenía nada de él, sólo la voz y algo de carácter, algo de violencia. Lo decía así: algo de violencia, un poquito de violencia, y arrastraba la palabra como una vida inexorable de muertos y de puñales. ¿Por qué no puedo recordarlo? Tal vez como veo a menudo el rostro europeo y blanco de Cristo, ahora me cuesta mucho más trabajo reconocer otros rostros. Trato de pensarlos pero me es difícil: ojos pequeños y azules, narices afiladas y bocas mustias, heridas. Quiero recordar el rostro de mi superior, por ejemplo, o el de mi compañero. No puedo. Me rindo. Y completo sus rasgos con los de cristos de rostros deiformes, pero cristos prietos y de cabello negro y lacio y larguísimo.

Qué cosas digo.

Quizás, por accidente, mi padre vendrá algún día y por fin podremos abrazarnos, como no lo hicimos aquella vez, en los tiempos de la cama del hospital y la cuenta de los últimos minutos.

(Esto no es un purgatorio
esto no es un purgatorio
No es mi purgatorio),
Tanto árbol me pone sensible. Él odiaría eso.

Si él viniera, después de hablar y después de odiarme un poco, guardaría silencio y yo le contaría cómo llegué aquí. Mi padre planearía, como es su costumbre y su condición humana, y aunque no pueda abandonarlo ni tampoco permitirlo, el escape de nuestra prisión de mentiras.

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